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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

No es una utopía

La Ley de Transparencia debe acabar con la opacidad de la Administración y los políticos

Habría menos corrupción si hubiera más transparencia: si los poderes públicos estuvieran obligados a facilitar los documentos sobre la utilización de fondos públicos, contratos urbanísticos, actas de reuniones, contenido de dictámenes pagados a precio de oro y otras informaciones a cualquier ciudadano que lo solicitase. También habría menos falsos debates.

No es una utopía: las deliberaciones de la Reserva Federal de EE UU son públicas unas semanas después de producirse, lo que permite conocer el fundamento de sus decisiones, y el Gobierno de Reino Unido ha tenido que facilitar el coste de los coches oficiales que utilizan sus miembros. Pero no es una práctica espontánea: han tenido que aprobarse leyes que obligan a las administraciones a facilitar la información que se les solicite para que se rompa la tendencia espontánea de todo poder a la opacidad. España se sumará pronto a los países que cuentan con una legislación de ese tipo.

La Ley de Transparencia y Acceso de los Ciudadanos a la Información Pública se incorpora con retraso. Casi todos los países de la UE tienen normas que obligan a las administraciones y todo tipo de fundaciones y organismos financiados con fondos públicos a responder a las demandas de información de los ciudadanos. Zapatero llevaba en su programa de 2004 el compromiso de hacer lo mismo, y su partido lo reafirmó con énfasis en una ponencia de su 37º congreso, en 2008. Finalmente, existe ya un anteproyecto que está previsto someter al Consejo de Ministros en su primera reunión tras las vacaciones.

El texto, cuyas líneas maestras adelantó ayer EL PAÍS, sigue las recomendaciones del Consejo de Europa, empezando por el principio de que la norma es la publicidad de la información, y la excepción, las restricciones a facilitarla. Es decir, lo contrario de lo que ha venido siendo habitual. Un efecto de ese principio es acabar con la práctica de pedir explicaciones a quien pregunta: para qué quiere esa información. El ciudadano no estará obligado a justificar su demanda, mientras que será la Administración afectada la que tendrá que motivar, en su caso, su negativa a responderla.

Y las causas para hacerlo están tasadas. Las limitaciones principales son las relacionadas con la seguridad nacional, la prevención de actividades criminales, los secretos comerciales y la protección de la intimidad. En conjunto parece una norma que respeta los principios de sencillez en el procedimiento, rapidez y gratuidad, sin los que el derecho proclamado sería papel mojado. Ese derecho es universal, de cualquier ciudadano, incluyendo, por supuesto, a los periodistas.

Es de esperar que la nueva ley acabe con la opacidad de la Administración y los políticos, que se resume en esa costumbre de que, cada vez que aparece una información comprometedora, su reacción sea averiguar quién la ha filtrado y no si es verdadera y quién es el responsable del hecho denunciado.

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