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Reportaje:

El Calvo comía fruta africana

El pueblo que debe su fama al cultivo de melones cría la mayor parte de su producción en Brasil o Senegal por la escasez de terrenos agrícolas

Juan Diego Quesada

Una hora y pico a bordo de un viejo autobús da para echar un par de cabezadas. La estampita de la Virgen que lleva el conductor en el parabrisas invita a relajarse en el asiento. "¡Ya hemos llegado!", alerta el chófer de repente. Al bajar en la avenida principal, aún con la modorra, podría decirse que este es un pueblo cualquiera, pero basta con que se vea a un hombre macilento bajar la ventanilla de su coche y rebañar de un tajo las semillas de un melón, para darse cuenta de que no. Justo enfrente un anciano echa la siesta en la puerta de su casa, donde ha levantado un chiringuito en el que vende, por supuesto, melones. Y un poco más arriba se divisa un edificio diáfano, con apariencia de haber sido diseñado por un nórdico, coronado por un gran cartel donde se lee "Museo del Melón". No hay duda, estas calles abrasadas por el sol pertenecen a Villaconejos.

Hay un museo dedicado al fruto que ha hecho famosa la localidad
Un punto de peregrinaje son las ruinas de la casa de un delincuente

El museo está cerrado a cal y canto. Tiene que aparecer con las llaves la teniente de alcalde Julia Fernández para que sus puertas se abran. Los pasillos huelen a nuevos, seguramente por el poco uso ("no hay personal fijo, se abre cuando algún visitante lo pide", explica la concejala) y en el suelo del sótano se apilan partituras e instrumentos de la banda municipal, que ensaya aquí. Con azadas, carretas, pesos y fotos de época, se explica que el pueblo lleva más de 300 años cultivando el fruto que le ha dado fama. Lo más curioso es que Villaconejos apenas tiene término municipal, no hay grandes terrenos y desde hace cientos de años (explica también la exposición) los labradores alquilan tierras en otros lugares donde hacen la siembra. Un buen porcentaje de los melones del pueblo se cultivan ahora en tierras remotas como Brasil o Senegal.

De nuevo en la calle se escuchan voces provenientes de un bar. Un grupo de hombres con la camisa abierta, cuerpos morenos tostados en el campo, jalean a Alberto Contador en su ascensión por los Pirineos franceses. Al acabar la etapa, cambian de canal y vitorean con igual entusiasmo al actor Errol Flynn, al que piden en su papel de Robin de los Bosques que bese con más entusiasmo a Lady Marian.

Dejando a un lado la televisión, este es el mejor lugar para hacer un alto en el camino y tomar una jarra de cerveza por 2,5 euros con tapa incluida (melón con jamón, claro). De paso se aprende de los parroquianos cuál es la mejor forma de cortar el melón y que no hay que dejar de ver el barranco de Villacabras, de extensa vegetación y por el que discurre un arroyo de agua mineralizada que no se ha secado en décadas. Es el sitio perfecto para los senderistas, que pueden explorar por la misma zona la Cueva del Fraile, un lugar misterioso usado hace cientos de años por la Orden de los Carmelitas Descalzos, que sirvió también como refugio durante la Guerra Civil.

En la entrada de Villaconejos, cerca de una gasolinera, vivía hace cuatro años El Calvo, un tipo siniestro que atemorizó a los habitantes del pueblo con robos y agresiones hasta que, tomándose la justicia por su mano, un grupo de vecinos quemó la casa en la que residía con su familia. Ahora El Calvo está entre rejas al verse implicado en el asesinato de un joyero, pero nadie se ha olvidado de él. "De vez en cuando viene gente y pregunta por la casa calcinada y hay que explicarle la historia. La gente queda fascinada", cuenta un lugareño asombrado porque las ruinas de El Calvo se hayan convertido en lugar de peregrinaje.

Llama la atención, cerca de allí, un matrimonio sentado a la puerta de su casa. Las ventanas de la vivienda están soldadas y la puerta está franqueada por un gran portón de hierro. En el interior no entra ni una gota de luz. "Nos robó dos veces ese tipejo y cogimos miedo", aseguran el hombre y la mujer, que cuidan esta tarde de su nieta. Otro vecino, de chaleco y jactándose de ser vendedor de melones, relata que alguna vez se le acercó El Calvo a comprarle y él no quiso venderle los mejores que tenía, que se conocen como mochuelos, los que se cultivan íntegramente en Villaconejos. "Le enganchaba uno de los africanos, que no saben igual, ya sabes, viajan en barco 14 o 15 días y eso se nota. El infeliz se iba tan contento con él debajo del brazo", cuenta a carcajadas.

¿Dónde se encuentra un melón mochuelo, tan difícil de catar? "En la frutería Carlos, en el mercado de Puente de Vallecas. Pero hay que estar despierto, es difícil de conseguir", sugieren en la cooperativa. Por la avenida principal aparece de nuevo el viejo autobús alumbrando la calle con sus faros. No hay tiempo que perder.

Vecinos de Villaconejos, con los melones que han dado fama al pueblo.
Vecinos de Villaconejos, con los melones que han dado fama al pueblo.CARLOS ROSILLO

Apuntes de viaje

- A Villaconejos (unos 3.200 habitantes) se llega en el autobús 415, que se coge en plaza Elíptica. El trayecto cuesta 3,35 euros.

- La temporada del melón está a punto de empezar, lo que ha hecho que el paro descienda en el pueblo casi un 10%.

- Sus fiestas patronales se celebran este fin de semana.

- No hay que dejar de ver la iglesia San Nicolás de Bari, de estilo renacentista, ni las ermitas de Santa Ana, de 1578, y San Isidro.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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