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Columna
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La rebatiña de los uribismos

Una personalidad de la izquierda colombiana dijo que no le disgustaba que ganara las elecciones Juan Manuel Santos -como así fue-, candidato soñado del establishment, porque sería el primero en traicionar al presidente Uribe, quien le había ungido como delfín en la campaña. Y a juzgar por sus actos, el mandatario, que cesará con la jura del próximo 7 de agosto, parece creer que la traición ha comenzado ya, y con ella, las operaciones para hacerse con el control del uribismo sociológico, que ha barrido con sus votos a los partidos históricos, liberal y conservador, y sobre el que parece necesario pensar cualquier futura gobernación del país.

Uribe, en sus ocho años de presidencia, ha construido un mecano del que exige, como si le fuera la vida en ello, su absoluto mantenimiento, de forma que toquetearlo respire traición, y eso es precisamente lo que ha hecho Santos desde que pronunció su primer discurso de la victoria. Ya dijo entonces que tendía la mano al poder judicial, el gran enemigo del presidente, al que vetó para una tercera candidatura; siguió con el nombramiento de ministros no especialmente afectos a su ex jefe, de los que alguno había servido con su antecesor, Andrés Pastrana, que entiende que el presidente aún en ejercicio para llevar a cabo su obra de persecución y acorralamiento de la guerrilla no tenía por qué pulverizar su imagen; había discurseado que buscaría una nueva relación "más digna" con Estados Unidos -piedra miliar de la forma de estar en el mundo de Álvaro Uribe- para no tener que pordiosear ayuda; y que había que aliviar con el diálogo la costosísima tirantez con Venezuela, que se ha perdido como cliente, para lo que invitaba al presidente Chávez a su toma de posesión.

Uribe, que cesará con la jura del 7 de agosto, parece creer que la traición ha comenzado ya

La respuesta de Uribe se ha producido en dos tiempos. El segundo movimiento ha consistido en desempolvar una evidencia fotográfica de la ayuda o consentimiento de Caracas para con los terroristas de las FARC que acampaban -o recientemente aún lo hacían- en territorio venezolano. La trifulca diplomática consiguiente se resume en que Chávez ya no va a la jura y por enésima vez amaga con la ruptura formal de relaciones. El hecho de que al presidente venezolano le haya costado tan poco poner patas arriba el incipiente intercambio de expresiones educadas con Juan Manuel Santos, puede ser tributo a lo mucho que echa ya de menos la bronca relación con Uribe, de la que el colombiano y el venezolano se servían para azuzar los instintos patrióticos más básicos de sus opiniones respectivas. El ex presidente Ernesto Samper calificaba este fuego graneado de "cargas de profundidad" en el diario El Tiempo, aún vinculado a la familia Santos, pero de gran fervor uribista en los últimos años.

La verdadera bomba de fragmentación la había arrojado, sin embargo, el líder colombiano, apenas elegido su presunto adlátere, cuando declaraba a una radio que no descartaba optar a la alcaldía de Bogotá. Entonces pudo ser solo un globo sonda, como pensar en voz alta para que Santos le oyera y no se le subiera la independencia a la cabeza, pero, con el zafarrancho en marcha, sonaría hoy a intento de volar desde dentro la presidencia, disputándole al prócer los sufragios del uribismo nacional. Y fuentes cercanas a los protagonistas aseguran que ese fue siempre el plan de Uribe en caso de no poder presentarse a un tercer mandato: instalarse como tribuno capitalino.

Un presidente que deja de serlo puede aspirar en Colombia a una posición de respeto, a que se le consulte alguna vez por buena educación, a que su voz exista en el coro frecuentemente estruendoso de la política nacional, a reflotarse en posiciones de un cierto privilegio como el ex presidente César Gaviria en la jefatura del partido liberal, e incluso a volver a aspirar a la más alta magistratura habiendo dejado un tiempo el sillón vacante, pero dejar escriturada la presidencia de un sucesor sería inédito. Y, sobre todo, a los distintos jefes de las tribus uribistas puede obligarles a tomar partido. Germán Vargas, jefe del uribismo sin Uribe, que encabeza el partido Cambio Radical, ya se afilió a Santos cuando aún reinaba la concordia, y el presidente electo es el líder del Partido de la U, primera formación del uribismo oficial; pero forzados a elegir los militantes se verían en un descabello. Ante la inminente jura, ambos presidentes deberían templar el juego. Pero Uribe, segundo mandato, no es seguro que acepte una sucesión descontrolada.

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