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Columna
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Federalismo

La sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut y la respuesta dada a dicha sentencia tanto por las fuerzas políticas como por la ciudadanía de Cataluña demuestran fehacientemente que la actual estructura del Estado no es ni indiscutible ni indiscutida. Y una estructura de Estado indiscutible e indiscutida es una condición indispensable para articular y cohesionar a la sociedad y para diseñar su modelo político, económico y social de futuro. Naturalmente, esto nada tiene que ver con el intento de petrificar y fosilizar la Constitución y las instituciones. Al contrario, se trata de lograr una estabilidad institucional construida entre todos, abierta a las reformas que los cambios sociales demanden en cada momento.

Para hacer realidad el proyecto federal de la izquierda, se necesita un nuevo consenso con el PP

Se me objetará, no sin cierta razón, que la tormenta que ha provocado la sentencia del TC amainará después de las elecciones catalanas del próximo otoño. No lo creo. Aunque es muy posible que la fase aguda de la crisis se supere tras eses comicios, subsistirán los elementos estructurales del problema. Y, en todo caso, si esas voces tuvieran razón, sólo demostrarían que la construcción del Estado sigue al albur de los resultados electorales, de los pactos políticos subsiguientes a los que obligan dichos resultados y de las sentencias del TC.

Con demasiada frecuencia la política española ha estado presidida, en muchos casos monopolizada, por la confrontación sin horizontes entre dos nacionalismos de diferente signo. Uno, el nacionalismo español, en ocasiones primario y reactivo, hoy impulsado por el PP, que haciendo uso indebido de la Constitución nos propone una rancia idea de España basada en un nuevo centralismo patrio y la vuelta a viejas concepciones, precisamente las que superamos hace más de 30 años a través de la vigente Constitución. Otro, más exactamente otros, los nacionalismos periféricos empeñados en una permanente desconfianza, cuando no enfrentados con el Estado, y siempre renuentes al proyecto común.

En este contexto, la izquierda corre el riesgo de perder su perfil político, viéndose condenada a jugar un papel subalterno, alineada con uno de los polos en litigio. Sólo con una propuesta inequívocamente federal, la izquierda podrá recuperar la iniciativa y la centralidad políticas, y sobre todo podrá contribuir eficazmente a sustituir los términos de aquella confrontación por un proyecto integrador, en el que todos, incluidos los nacionalismos democráticos, puedan sentirse comprometidos lealmente con el desarrollo del Estado democrático y corresponsables con el proyecto europeo de la España plural. Pero, evidentemente, la tarea no es fácil. Entre otras razones porque ese proyecto federal implica una importante reforma constitucional. Y, aunque nuestros preceptos constitucionales no son las Tablas de la Ley en el Arca de la Santa Alianza, no cabe olvidar que la vigente Constitución, que simboliza la reconciliación de los españoles, fue elaborada a través de un amplio acuerdo, rompiendo así con una nefasta tradición en la historia de España, según la cual una parte de la población imponía las reglas del juego a la otra parte.

Esto implica que la izquierda no puede olvidar que, para que su proyecto federal se convierta en realidad y supere la fase meramente propagandística, necesita fraguar un nuevo consenso en el que, desde luego, tiene que participar el PP. Y éste no puede atrincherarse en sus actuales posiciones, sucumbiendo a atávicas concepciones y tentaciones electoralistas, y debe comprender que la fortaleza y estabilidad de España depende en gran medida en que se asuma el pluralismo que le es inherente.

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La reforma federal potenciaría además la participación de las autonomías en el diseño estratégico del Estado y en el proyecto europeo de España. Este es, sin duda, el modelo que interesa a Galicia frente a la dinámica actual de acuerdos exclusivamente bilaterales entre el Gobierno y las diferentes comunidades autónomas. Porque no conviene olvidar que Galicia está en clara desventaja ante comunidades como Madrid, Cataluña, Valencia o Andalucía que disponen de un peso demográfico (electoral) muy superior al nuestro y, por supuesto, de un peso económico infinitamente mayor. A todo ello es preciso añadir que dichas comunidades autónomas cuentan además con el respaldo legal que la reforma de sus Estatutos confiere a sus demandas, algo de lo que carece Galicia porque sus fuerzas políticas han sido incapaces de reformar el nuestro en la pasada legislatura.

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