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Columna
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¿Quién puso en marcha la centrifugadora?

Lluís Bassets

No vamos a ponernos de acuerdo. Los historiadores deberán realizar su labor dentro de unos años. Ahora, en caliente, todavía es el tiempo del periodismo, que quiere decir recoger y filtrar lo mejor posible los datos e interpretaciones. Pero el tópico ya está escrito y consagrado. Recojámoslo: a veces responde a la verdad. Pero aportemos, si es posible, otros datos.

El tópico es bien claro. Pasqual Maragall, que ganaba en votos pero no en escaños, prometió reformar el Estatuto de Cataluña para dar satisfacción a los únicos que podían darle el poder, los independentistas de Esquerra Republicana. Firmó con ellos el Pacto del Tinell, por el que se conjuraban contra el Partido Popular, y apoyó a Zapatero en su elección por escasos nueve votos como secretario general del PSOE. En la campaña electoral catalana Zapatero le devolvió el ascensor con su promesa de apoyar el Estatuto que saliera del Parlamento de Cataluña y luego ya llegó la victoria inesperada y La Moncloa. La centrifugadora ya estaba en marcha.

El tópico dice que fue Maragall, pero Aznar también cuenta, y Montilla y Rajoy; y luego hay que contar con la mano invisible

Hay otra teoría con algo más de profundidad temporal. José María Aznar pudo gobernar en 1996 gracias al Pacto del Majestic con Convergència i Unió. Los nacionalistas catalanes, ya empeñados en ensanchar el autogobierno, pospusieron a instancias del PP toda idea de reforma estatutaria en aras de la moneda única y de las ventajas que obtuvieron en impuestos y en traspasos de nuevas competencias, como la policía de tráfico. Cuando Aznar venció por mayoría absoluta en 2000, rompió con Pujol y desplegó su programa oculto de restauración nacionalista española que despertó la fiera dormida del independentismo catalán: Esquerra Republicana obtuvo en las elecciones catalanas de 2003 el mejor resultado de su historia, con 23 diputados y el 16,5% de los votos.

Ya tenemos, pues, a dos candidatos. Maragall, como dice el tópico, y Aznar, como recomienda una visión con algo más de perspectiva. Ambos tienen dos réplicas o avatares: Montilla y Rajoy, responsable el primero de toda la estrategia catalana frente al Tribunal Constitucional y su sentencia, y el segundo de las campañas y el recurso del PP contra el Estatuto de Cataluña. Aparecen en el escenario como moderadores de sus antecesores, pero a la hora de la verdad revelan idéntica dureza de posiciones.

Esas son las manos visibles de la historia. Si Aznar no hubiera roto con Pujol. Si Maragall no hubiera pactado con Carod. Si Rajoy no hubiera obedecido al aznarismo. Si Montilla no hubiera mantenido el tripartito. También hay manos invisibles, de explicación más difícil. Sin rostro, las culpas dejan de tener interés y calor humano. Pero cabe buscar en el contexto internacional algunas pistas para saber qué ha sucedido en esta última década para que la política española se polarizara en un choque de trenes nacionalistas, con sus banderas, sentimientos, mutuas imprecaciones a veces llenas de pasiones impresentables y agravios simétricos hasta llegar incluso a campañas y boicoteos económicos.

Estos 10 años son la década perdida de Europa. La Unión Europea se ha ampliado hasta 27 miembros, consiguiendo al fin la unificación del continente antaño dividido con la Guerra Fría; pero sin avanzar en la unión política, más bien al contrario. Fracasó el proyecto de Constitución Europea, rechazado por Francia y Holanda en sendas consultas populares. El Tratado de Lisboa, que debía recoger sus aspectos más imprescindibles, fue también rechazado por los ciudadanos irlandeses y sufrió la dilación en su ratificación de Polonia y Chequia. La política divisiva neocón de George Bush, auxiliado por Blair y Aznar, produjo también sus efectos. Se rompieron las solidaridades y equilibrios intraeuropeos. Cada uno fue por su lado, en una abierta renacionalización de las políticas europeas. Los tres grandes, Alemania, Francia y Reino Unido, quisieron recuperar protagonismo ante el desvanecimiento de las promesas europeas. Y se difuminó el sueño de que los viejos estados nación iban a acomodarse a la unidad de Europa y a un mundo posnacional.

¿Alguien podía pensar que las viejas naciones de la península ibérica iban a permanecer inertes ante esta reciente evolución de nuestro mundo? Lo más grave es que, al final, en esta fuerza centrífuga hay una trampa: Europa se hace más pequeña y menos protagonista, y así sucede y va a suceder todavía más con todos sus componentes, grandes y pequeños, con Estado o sin él.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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