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El Estatut y la sentencia a escala real

Javier Barnes

Dejemos a un lado las consideraciones políticas y las valoraciones de conjunto acerca del Estado, hagamos abstracción de las legítimas aspiraciones personales y hablemos desde la serenidad y equilibrio que ofrece el Derecho. Desde ese ángulo, previsibilidad y moderación son dos rasgos que de entrada cabe reconocer en la sentencia, más allá de la concreta discusión acerca de cada una de sus conclusiones.

En primer lugar, la redacción de un Estatuto que pretenda llegar a la misma frontera de lo que la Constitución permite, sin sobrepasarla, no es una operación exenta de riesgos, como acontece con toda acción de deslinde. No conozco a ningún experto que no advirtiera desde el inicio del proceso dificultades o problemas de constitucionalidad, máxime entre aquellos juristas alejados de los medios, de los proyectos políticos o de los intereses de parte. Este es un dato fácilmente constatable. Guste o no, la noticia de una sentencia de inconstitucionalidad no es en modo alguno sorpresiva para ningún especialista. No lo puede ser tampoco -no sería verosímil- para ningún responsable político.

No es la constitucionalidad, sino la modernidad y eficacia del Estado lo que está en juego
¿Se prometió lo que no podía prometerse, o era un calculado teatro?

En otras palabras: poco o nada tiene que ver con el desenlace la composición del Tribunal Constitucional o la naturaleza política que de suyo posee el recurso de inconstitucionalidad en tantos sistemas de justicia constitucional. ¿Alguien duda de que alguna declaración de inconstitucionalidad bien podría haber cosechado el Estatut en todo caso, es decir, cualesquiera que fueren las pretensiones impugnatorias deducidas, los miembros del tribunal o el número de recurrentes? ¿Era acaso su constitucionalidad una apuesta o valor seguros? ¿No pudo tener su redacción algo de envite arriesgado para conocer o apurar la elasticidad de los límites que la Constitución era capaz de ofrecer? Y, en definitiva, ¿no fue esa la estrategia provocada desde las instancias centrales: ocupar nuevos espacios, alcanzar el máximo autogobierno, sin quebrar la Constitución? La opción de explorar nuevos territorios, no se olvide, tenía sus riesgos inherentes. Ningún seguro podía cubrir tal operación.

En ese contexto, además de predecible, la sentencia resulta moderada en sus declaraciones, en términos globales. El Estatut ha sido víctima de sí mismo y de su ambición o, si se prefiere, de su propio éxito, pues ha alcanzado cotas, ahora consolidadas, impensables no hace tanto tiempo. De hecho, pretendía pasar de un salto de la versión 1.0 a la versión 7.5, por decirlo de modo gráfico, sin reforma de la Constitución. Sin duda, ha quedado por debajo de ese objetivo. Pero no tan lejos. ¿No es este, en términos jurídicos, un saldo positivo para sus patrocinadores? ¿Por qué entonces reacciones tan poco mesuradas?E incluso en el terreno de las diferencias no siempre se ha producido un verdadero desencuentro. Por ejemplo, Estatuto y sentencia parecen estar sustancialmente de acuerdo, en la realidad jurídica práctica, en que los símbolos y los sentimientos de nación son eso, ni más ni menos (fundamentos jurídicos 7 y siguientes).

Así las cosas, a pocos se les escapa que son necesarias, primero, reformas que eviten, por ejemplo, un dilatado proceso en el tiempo para enjuiciar una norma de esta naturaleza, pues ello es indeseable e incompatible con la economía del sistema regulatorio (el panorama comparado ofrece algunas experiencias interesantes); y, segundo, actitudes más responsables y constructivas ante el Tribunal Constitucional por parte de todos. Pero a muchos sí parece ocultárseles un análisis con sentido común, sin aspavientos, ni drama. Los ciudadanos no se lo merecen. Las instituciones tampoco.

En el mundo político y de los medios las cosas se ven de otro modo. ¿Se prometió lo que no podía prometerse? ¿O todo forma parte de un calculado teatro?

Sea como fuere, volcar todas las aspiraciones sobre una sola de las piezas del sistema supone un engaño colectivo, al que no pocos han contribuido con argumentos más allá del Derecho y de la legitimidad democrática (superior), que también posee la Constitución. Es como pretender construir una catedral sobre un único pilar. El Estatut se ha convertido, indebidamente, en un símbolo que condensa toda la historia y el futuro, cuando en rigor es algo mucho más modesto, un capítulo, sin duda importante, que, sin embargo, no puede encerrar o canalizar todos los sentimientos o ideas.

Permítaseme la ironía: "El autogobierno para quien lo trabaje". Esperar que a través de un Estatuto puedan alcanzarse, a una sola carta, todos los deseos o expectativas, insatisfechas o imaginables, constituye un ejercicio irresponsable, un atajo perezoso y una estrategia ajena a nuestras reglas democráticas de juego. En lugar de trabajar la tierra y de labrar las reformas y consensos constitucionales y legislativos oportunos por más que duren una vida, algunos prefieren ahorrarse tiempo y esfuerzo, invocando el Estatuto, a modo de comodín o talismán que todo lo puede, como si la articulación de Cataluña en el resto de España de él solo dependiera, y no fuera obra de la colaboración convergente, compleja, continuada y leal entre el Estatuto y la Constitución y otras tantas leyes. Obra, a la postre, de una acción democrática de todos, sin exclusiones. El desarrollo plurinacional y federalizante del Estado de las autonomías nunca podría correr a cargo de un Estatuto, sino de una reforma constitucional. Ni el Estatut ni la Sentencia podían obrar el milagro, aun cuando uno y otra hayan hecho relevantes aportaciones.

Tanta desafección hacia la Constitución -la máxima expresión de democracia- frente a la exaltación del Estatut, maltratado, según parece, por los guardianes o defensores de aquella, bien merece dejar anotado marginalmente algo que el tiempo podrá acreditar y que la polémica parece acallar: el "enemigo" del actual Estatut, como de los demás, no es, ni puede ser, la Constitución, la cual por otra parte ha permitido su alumbramiento, sino, en su caso, su propio contenido, esto es, esos detallados preceptos que comienzan cuando terminan las solemnes proclamas constitucionales de los nuevos textos estatutarios. En su indominada preocupación por frenar la expansividad de la legislación estatal, perdieron la perspectiva para terminar haciendo una foto fija de tantas políticas públicas de las décadas anteriores y, lo que es peor, de las formas contingentes e históricas de llevarlas a cabo, como si estas fueran inmutables o de un reglamento se tratara, olvidando no solo que aquí "más es menos", sino también la estrategia de sumarse a la convergencia global. No es la constitucionalidad, sino la modernidad y eficacia del Estado compuesto ante las crisis del siglo XXI y la compleja arquitectura de la gobernanza mundial lo que está en juego. Energía, medio ambiente, mercados financieros, seguridad, emigración, comercio, servicios, telecomunicaciones, alimentación, salud, y un largo etcétera hablan por sí solos. Hace pocos días aparecían irónicamente en las páginas contiguas de este diario una reflexión sobre el Estatut junto a un amplio artículo sobre la impotencia de los Estados contemporáneos y la creciente inadecuación de los poderes nacionales para gestionar los problemas globales. Dos dimensiones que no pueden vivir de espaldas.

Cuando desde La Moncloa se rompía el saque con la llamada al máximo autogobierno sin tocar la Constitución y sus destinatarios recogían el desafío, todas las miradas se dirigieron a las fronteras -había que apurar el límite, como el mar cuando la tierra se retira-, relegando, sin embargo, el problema principal: cómo diseñar mejores estrategias regulatorias en beneficio de la autonomía, del sistema en su conjunto y a la postre del ciudadano, en una sociedad globalizada.

Lo que es tanto como decir cómo tener mayor protagonismo y participación -de verdad- en el Estado y más allá del Estado, a través del Estado, porque en solitario (léase, con más competencias pretendidamente soberanas) los Estados más poderosos hace ya tiempo que se han visto desbordados. ¿Cómo se obtendría mayor protagonismo: adquiriendo la competencia sobre la inspección de las Cajas de Ahorro, o colaborando en los órganos centrales del Banco de España cuando actúa dentro y fuera del Estado?

Es esta una reflexión que, sin embargo, ha de quedar para otro momento.

Javier Barnes es catedrático de Derecho Administrativo y ha colaborado como estudioso en los procesos de elaboración estatutaria.

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