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CON GUANTES
Columna
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Los vencedores

¿En qué términos hablar por fin de lo nuestro? ¿Como el poeta clásico con palabras infectadas por las causas de los dioses y la historia, o como el moderno escritor nihilista, abandonado a la deriva de lo intrascendente?

La alta melodía llamaba Hölderlin a lo primero y no se sabe bien qué nombre le hubiese dado a lo segundo.

¿Tiene la labor de hablar y por ende la de escribir, e incluso la de pensar, un sentido? Sobre todo teniendo en cuenta el abandono al que hemos sometido durante décadas a nuestras más nobles capacidades.

Si renunciamos a la razón última de un verso (y puede que de una vida), que no es sino la reconstrucción de un mundo en el que encajar nuestra presencia, ¿a qué agarrarnos?

"Es difícil saber si esta lucha merece o no la pena, si algo justifica la pelea"

En tiempos difíciles, las cifras no ofrecen consuelo y la emoción sujetada por el bienestar material se esfuma. ¿Qué otro parámetro nos queda? Mal entrenados como estamos para la reflexión o la imaginación, la vida nos resulta ahora excesivamente dura al haber confiado en exceso al efecto de los caprichos no ya nuestra felicidad, sino la marea misma de nuestra existencia. Agotados los regalos, lloramos como niños bajo una piñata vacía. Culpa nuestra, sin duda, por no habernos preparado mejor.

¿Es tarde para empezar a pensar de otra manera? Esperemos que no.

"La puerta amiga ya no recibe a los vencedores", nos dice Hölderlin en El archipiélago, y siento que esa puerta cerrada, la de los vencedores, es la que oscurece nuestro entorno, tal vez por la fe desmesurada que habíamos puesto en ella. O en el peso relativo de la palabra victoria.

Si la poesía ofrece consuelo, en estos tiempos, en cualquier tiempo en realidad, es porque se separa de los límites de las primeras impresiones, de nuestras torpes causas y efectos, y aventura un territorio mayor. Si la mecánica de la vida real inquieta es por su falta de sentido más allá de la acción y de los logros de la acción. Tales logros, cuando suceden, recompensan, qué duda cabe, pero ¿y cuando no se alcanzan, a qué encomendarse entonces?

Según Hölderlin, los dioses aman de igual manera al comerciante y al poeta, así que tampoco sería justo atribuir este malestar al esfuerzo y la labor de nuestros mercaderes, ni sería sensato recomendar cómo cura la vida contemplativa; tal vez la equidistancia sea el principio de la solución. Aquello que Mishima llamaba el equilibrio entre la pluma y la espada. Claro que ya vimos cómo acabó el precioso chiflado de Mishima (abriéndose las tripas con su maldita espada), así que cuesta un poco recomendar su metodología.

"El timón es juguete de las olas", recuerda el poeta alemán, pero también recomienda la lucha encarnizada. En suma, que es difícil saber si esta lucha merece o no la pena, si de veras existe el triunfo, o la gloria, si algo de lo nuestro justifica la pelea.

Confiemos en que así sea.

No está del todo claro que seamos solo las víctimas del azar, pero tampoco lo está que seamos capaces de nada más allá de los juegos de los dioses. Complicada tarea, por tanto, la de reafirmar la dignidad bajo la tormenta. La condición de hombre no asegura nada y no existe otra condición. Nihilistas y épicos se enredan en el mismo dichoso galimatías. Si la acción no basta y el espíritu es incierto, estamos apañados.

Claro que también puede pasar que para cuando se publiquen estas líneas la selección española haya superado la fase de cuartos en el Mundial de Sudáfrica (supongo que saben que estos artículos se escriben a quince días vista).

Yo por si acaso cruzo los dedos y enciendo las velas.

En momentos así, mi querida abuelita rezaba novenas. Cómo la echo de menos…

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