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Columna
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Facebook

Una de las cosas más inquietantes de Facebook es que en él constatas que el mundo se está moviendo, con toda su gente dentro y sin darse un minuto de descanso. En efecto, Facebook obra como testigo y certifica que la gente sigue haciendo cosas, desarrollando sus potencialidades, desplegando sus motivaciones, ampliando sus perspectivas, profundizando en sus conocimientos. Te invade la melancolía, llevado por la impresión de que el mundo está atestado de gente dinámica y activa mientras que tú, al otro lado de la pantalla, sigues ahí, un día de tantos, uno de tantos de tus días, distraído, descentrado, divergente. Concluyes que a lo largo de la jornada no has hecho nada verdaderamente útil (es decir, nada útil para tus verdaderos intereses) mientras una hueste de amigos de la más variada especie -el concepto "amigo", en Facebook, es francamente laxo- ha hecho cosas variopintas, casi siempre interesantes y a menudo agradables.

La gente presenta libros o se fotografía en una playa de Marruecos, visita Estados Unidos o reproduce sus intervenciones radiofónicas, hace parapente o firma manifiestos en defensa de causas justas, causas que demuestran su intachable calidad moral. Médicos, poetas y escaladores, servidores públicos o servidores de sí mismos: abres Facebook y todos están ahí, notificando sus movimientos, sus comentarios, sus palpitaciones.

Quizás la intensa felicidad que parece invadir a la mayoría de los residentes en ese territorio virtual sea también una felicidad virtual. Pero sientes cierta envidia al contemplar tantas vidas ajenas e imaginarlas, quién sabe por qué torcidos silogismos, mucho más interesantes que la tuya. Es la sospecha de que la verdadera vida se encuentra en otra parte; es la envidia que inspiran las personas que van en autobús, cuando nosotros las observamos desde la ventanilla de un autobús exactamente igual.

Pero Facebook desencadena un imprevisto efecto moral: la gente muestra su rostro, su nombre, se identifica. Los más audaces incluso tienen ideología o reconocen una confesión religiosa. Ponen fotos de sus niños, de novios o de novias, o de las causas que defienden. El efecto de esta exposición pública, con nombres y apellidos, es que la gente no desbarra. Es decir, los malos sentimientos están ausentes de Facebook. Los foros digitales son un lugar fétido, un estercolero, una charca de aguas palúdicas, donde la gente, amparada en el cobarde anonimato, profiere toda clase de injurias. Pero Facebook, muy al contrario, tiene algo blanco e inmaculado, más propio de excursión de colegio de monjas. En Facebook florecen los buenos sentimientos. Frente a otros recursos de la Red, encargados de explotar lo peor de nuestra identidad, Facebook muestra nuestro mejor perfil. Sí, es el "perfil" que aparece en el "muro". No está mal que haya un lugar en Internet donde el ser humano salga más favorecido.

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