Fogones ilustres
Con frecuencia escuchamos o leemos la atribución de lóbregos, gélidos, áridos a los 40 años del franquismo, lo que confiere a la época de los cincuenta que me piden glosar, un aire mezquino y estéril. Debe ser cosa de la edad porque mis recuerdos intentan revivir aquella época y me asombra la vitalidad y espíritu de supervivencia de un pueblo, salido de seculares periodos de pobreza e insensatas guerras civiles. Quizá mi oficio de periodista, en el que he recorrido todas las escalas, me permitió frecuentar escenarios poco accesibles y me dejo llevar por los buenos recuerdos. Como cada quisque, tuve épocas gloriosas y pasé tragos de máxima amargura; las horas malas ahí están y no extraigo placer alguno en traerlas a cuento.
Madrid se refinaba. Ya en aquellos cincuenta había buenos restaurantes, encabezados por Jockey
La ciudad amenazaba con reventar sus costuras, se construían nuevos barrios, faltaban hombres y escaseaba el trabajo. Los más emprendedores buscaron la emigración para mejorar de fortuna y el turismo rompió agrias costumbres sacristanescas, si quieren calificarlas así. El que quería consultar un libro lo encontraba. No era preciso andar embozado ni pertenecer a logia alguna, sino conocer algún librero y encargarlo. Igual que ahora, con una industria editorial que vomita más de 65.000 títulos al año. Para no caerse de la bicicleta, los editores que marran el best seller devuelven la obra al limbo, la descatalogan y hay que buscarla por Internet, los buenos amigos o quedarse sin ella como entonces.
Madrid se refinaba. Ya en aquellos cincuenta que tratamos, había buenos restaurantes, encabezados por Jockey, creación de un gran profesional, Clodoaldo Cortés. Un restaurador alemán, aquí afincado huyendo de la derrota, Horcher, también ofrecía cocina refinada. Y se hicieron pronto muy populares -quiero decir, entre cierta clase- locales como Mayte y la Terraza Riscal. En el número l3 de esa calle, perpendicular a la Castellana, abrió un recoleto bar, penumbroso y acogedor un hombre de tradición en el negocio: Alfonso Camorra, cuya familia patroneó un famoso restaurante en la cuesta de las Perdices que no pudieron reabrir, dicen, por no incomodar a los venados del monte de El Pardo ni al vecino más notorio. Del sótano para parejas, generalmente adúlteras, pasó a servir algunas comidas y cenas. El negocio iba bien y Alfonso Rey -tal era su apellido- alquiló las azoteas de la finca y puso el lugar de moda, incluyendo una orquesta -por allí pasó el excelente violinista húngaro Kurt Dogan y las mejores atracciones-, ofreciendo como novedad a los clientes la paella Riscal. Un éxito, pues aquellas grandes cajas redondas fueron frecuentes pasajeras en las bodegas de Iberia.
Buen amigo le propuse una publicidad subliminal produciendo noticias curiosas, ligadas siempre a la famosa paella. Por ejemplo, que en aquel restaurante se escuchaba, cada noche, una música prohibida. La gacetilla no decía más, pero fue una sugerencia al interpretar Dogan la melodía Domingo triste que, en efecto, estuvo proscrita en Centroeuropa, después de la guerra del 14 porque la policía comprobó que un número muy elevado de suicidas se había quitado la vida escuchando en el gramófono aquella preciosa y nostálgica pieza.
Otro lugar mágico fue Mayte Comodore, creado primero como pequeño restaurante al final de Príncipe de Vergara e incorporado luego al hotel que hubo en la plaza de la República Argentina. Mayte era una mujer atractiva, trabajadora, inteligente y con buena visión para negocio elitista, poco frecuente entre las mujeres. Fue, también, una querida y leal amiga, víctima prematura de un cáncer.
Ya existían Lucio, y Casa Botín, y, por supuesto Lhardy, además de la infinitud de tascas y pequeñas casas de comida, que llegaron al pináculo del refinamiento cuando se instaló en Madrid el matrimonio Oyarbide, regentes de Príncipe de Viana, un apeadero al pie del monte Echegárate, donde los viajeros madrileños hacía parada y copa, camino de San Sebastián. Otro entre los grandes fue El Bodegón, de un gran experto, ex barman del hotel Palace, Jacinto San Feliú, que se repartía la clientela con El Bodegón, primero cerca del que fuera famoso hotel Hilton, el primero de los americanos. No estaban al alcance de todas las fortunas, Si hubiera intentado ir a elBulli habría entrado en lista de espera. Madrid, años cincuenta: "E pur si muove".
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