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Reportaje:

'Salafistas' que venden caracoles

Las investigaciones revelan que el grupo investigado por los Mossos vivía en unas condiciones paupérrimas

Ventanas parcheadas con cartones, peligrosos empalmes eléctricos y ropa vieja y mal remendada se amontonan en el acceso a la masía a medio derruir ubicada en la entrada de Valls (Alt Camp). La casa en la que supuestamente se juzgó y condenó a muerte a una mujer marroquí es también un nido de pobreza plagado de inmigrantes que suelen ocupar clandestinamente el edificio por no tener otro sitio donde dormir, según se refleja en las escuchas telefónicas. "La única manera de pasar el cable es por las puertas", dice un imputado a otro en una de las primeras conversaciones intervenidas que detecta el probable fraude eléctrico gracias a la conexión de un vecino. "Que no, que va a ser muy feo, que se va a notar". "Va a ser muy fino, como los cables de teléfono, nadie lo notará...".

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Seis de los nueve imputados, los que pasaron hasta cuatro meses encarcelados por la denuncia de la supuesta víctima del tribunal, son inmigrantes musulmanes machacados por la crisis: presuntos salafistas sin recursos, sin formación y sin empleo que sobreviven gracias a la economía sumergida y trapicheos varios, desde el menudeo de hachís hasta la venta de caracoles, especie que capturaban tras las lluvias y con los que lograban ganar unos 12 o 13 euros diarios.

"Vivo indignamente en chabolas porque no tengo trabajo. Recojo caracoles para vender", insiste un imputado al juez. "No tengo dinero ni trabajo. Si ves un sitio que no lo ocupa nadie, lo ocupas y ya está", declaró otro que obtenía la comida a través de la organización caritativa católica Cáritas. "Cómo va a haber aquí charlas religiosas, la mayoría ni rezamos", respondió luego a las preguntas del magistrado sobre la trama.Los otros tres detenidos son el supuesto verdugo, su mujer y el presunto cerebro de la trama. Estos son arrendatarios de la masía, que alquilan con la función declarada de garaje pese a que la emplean como un taller clandestino de vehículos gracias a la mano de obra del resto de acusados. En sus viviendas tampoco abunda el lujo, aunque sí hay un enorme televisor presidiendo el comedor, además de suministro eléctrico y calefacción. El matrimonio se confiesa fanático, pero solo del Barça. Usan ropa occidental y guardan cerveza en la nevera. "¿Cómo vamos a ser salafistas?", lamentan contra la acusación que les mantiene en vilo desde el pasado noviembre. "Lo he pasado muy mal, tenía miedo de perder el trabajo", explica uno de ellos.

La relación entre ambos grupos, los arrendatarios y los ocupantes de la masía, también generó algunos conflictos. "¿Qué hacemos con esta gente? Es un problema", discuten los arrendadores entre sí en una de las intervenciones destacadas por los Mossos. "Escucha, cortamos la luz y terminamos con todo. Si no la cortamos nunca saldrán de ahí. Fuera, todos fuera..." conspiraban para echar a los inmigrantes sin techo.

Un vistazo al maltrecho edificio basta para captar la penosa supervivencia de estos presuntos salafistas: colchones viejos, revistas almidonadas por el sol con indicios de haber sido usadas como platos y cazos amarillentos que sirven de vajilla. "¿Hay trabajo?", es otra de las preguntas más recurrentes que se oyen a lo largo de los casi nueve meses de investigación judicial.

Varios abogados defensores admitieron que esos meses de cárcel significaron, pese a las graves acusaciones, cierta forma de bendición. "Al menos allí estaban calentitos y tenían qué comer", explica uno de los letrados tras constatar que su cliente ha regresado ya a la masía, a malvender caracoles.

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