Muse o la parábola del rock como revulsivo
El trío de Matthew Bellamy enardece el Vicente Calderón con un espectáculo épico y vigorizante
Ah, mala cosa cuando el mundo se nos pone del revés. Habríamos imaginado para anoche una tórrida velada veraniega, sudorosa y de exaltación futbolística, pero las 44.000 almas que acudieron a su cita con los británicos Muse tuvieron que recurrir a la chaquetita bajo el brazo, otear ese cielo chuchurrido que nos estrangula en la capital y lucir los semblantes mustios, tal que si a todos nos hubieran partido la cara como a Gerard Piqué.
Las gradas no parecían a las nueve de la noche una fiesta, sino la antesala misma del purgatorio. Pero todo cambió a partir de las 22.18, así que le habremos de agradecer siempre a Matthew Bellamy que ayer nos sometiera a una expeditiva terapia de rock, melodrama, adrenalina y decibelios.
La banda nos sometió a una terapia de música y melodrama
Estos chicos aúnan las mejores referencias de las últimas décadas
Este trío que casi revienta el Calderón es la primera banda de treintañeros que se atreve en mucho tiempo a ejercer por estos pagos el rock de estadio, especialidad hasta ahora reservada a glorias talluditas como Springsteen o U2. Pero estos chicos tan lacónicos acaban cayendo bien porque aúnan de una sola tacada algunas de las mejores referencias populares de las tres últimas décadas.
Undisclosed desires, que interpretaron subidos a una tarima, parece una cara B de Depeche Mode; la apoteósica United states of Eurasia aspira sin disimulo a tomar el relevo de Bohemian rhapsody, y Guiding light mejora con creces aquel solemne Vienna, de Ultravox. Añadan un pellizco de Led Zeppelin y unas gotas de Radiohead, y ya tenemos el lío organizado.
La máxima del perro y las pulgas amenazaba con cumplirse, inexorable, en jornadas borrascosas como la de ayer. Malas patas, cables cruzados, la gran depresión. Suerte que Muse y sus sortilegios sinfónicos, su parafernalia de grandiosidad para todos los públicos, nos rescataran de lo más profundo del atolladero.
Recapitulemos. Tal vez la crisis nos desangre a dentelladas, Merkel ande tocando las narices o el mar océano chorree chapapote.
Es posible que nos despidan barato o le hayamos echado el ojo a quien no mire en la misma dirección. Acaso la humanidad se esté apalancando mientras Dios hace dejación de funciones. Pero en esas retumba en un estadio el bajo marcial de Uprising, con sus guiños al Call me, de Blondie, y todo cambia. Y si la segunda pieza de la noche es Supermassive black hole, con su épico chirrido guitarrero, ya entran ganas de tomarse una cerveza con el colega más próximo y mandar algún SMS repleto de corazoncitos.
Eso fue lo que consiguieron anoche, precisamente, estos tres británicos estilosos y su teclista en la retaguardia: devolvernos la fe. Creer de nuevo en el rock como catarsis, en el revulsivo de un enjambre de puños que se elevan acompasadamente al cielo como si, por un momento, pudiéramos todos estar de acuerdo en algo. Fueron brazos perezosos al principio, no nos engañemos, como si el escepticismo nos hiciera inmunes hasta a los riffs de guitarra. Pero a partir de ese colosal estallido de furia que se titula Hysteria ya no hubo quien se estuviera quietecito en el asiento.
Bellamy es tan sobrio que delega las (escasas) presentaciones en su batería, Dominic Howard. Ni siquiera hay hueco para demasiadas exhibiciones pirotécnicas: un escenario que parece la quilla de un transatlántico, un ovni del que emerge una trapecista, globos gigantes con forma de ojos, una explosión de confeti. Pero el repertorio es tan sólido y vigorizante que no precisa de infinitos artificios.
El espectáculo arranca con la irrupción de unos pandilleros con banderolas, como si fueran manifestantes antisistema, que enarbolan mensajes como este: "No hay nadie en quien puedas confiar". Mentira. Perdida por momentos la fe hasta en Vicente del Bosque, nos quedan, al menos, Matthew y sus chicos. Todo un alivio.
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