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Columna
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¿Tiene sentido?

Hace cuatro años que la reforma del Estatuto de autonomía para Cataluña entró en vigor. Se llegó a decir en aquel momento que ese era uno de los momentos más tristes de la historia de España y se anticiparon catástrofes constitucionales de la más variada índole. Los equilibrios en base a los cuales se había construido el Estado Autonómico a lo largo de casi tres decenios no podrían soportar la carga que la nueva reforma representaba y, en consecuencia, entraríamos en una fase de inestabilidad, que dificultaría la gobernabilidad del país y que incluso podría poner en marcha procesos de desagregación territorial que pudieran poner en cuestión la propia unidad política del Estado.

La única perturbación en el funcionamiento del Estado autonómico procede del recurso contra el Estatuto

Transcurridos cuatro años, no creo que nadie mínimamente informado pueda decir que se ha producido algún tipo de perturbación en la estructura del Estado. Ni en el ejercicio de los derechos de los ciudadanos ni en el funcionamiento de los servicios públicos han tenido la más mínima repercusión negativa las reformas estatutarias, ni la catalana ni ninguna otra. En estos años se ha podido hacer la reforma del sistema de financiación de las comunidades autónomas sin más problemas que los que se produjeron en reformas anteriores, se han alcanzado acuerdos por unanimidad para la reducción del gasto farmacéutico y no ha aumentado la conflictividad entre el Estado y las comunidades autónomas residenciada ante el Tribunal Constitucional.

La única perturbación en el funcionamiento del Estado autonómico procede del recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra el Estatuto de autonomía de Cataluña por los diputados del PP y de las vicisitudes procesales de dicho recurso en su tramitación por parte del Tribunal Constitucional. En la vida diaria del Estado autonómico no hay más problemas tras las reformas estatutarias de los que había antes de que tales reformas se produjeran. Ni siquiera una situación de emergencia como la que se está viviendo como consecuencia de la intensidad de la crisis económica y financiera ha generado la más mínima duda sobre lo acertado que fue proceder casi desde la entrada en vigor de la Constitución a la distribución territorial del poder.

La tramitación del recurso de inconstitucionalidad contra la reforma estatutaria catalana, por el contrario, sí ha sido y continúa siendo, y cada vez más, un elemento perturbador para nuestra estructura del Estado.

La responsabilidad de que así sea está compartida. Es obvio que parte de ella tiene que ser atribuida a quienes interpusieron el recurso después de haberse negado a participar de buena fe en la negociación de la reforma primero en el Parlamento de Cataluña y después en las Cortes Generales. Si se hubiera seguido la estrategia que propuso en su día Josep Piqué, posiblemente estaríamos en una situación muy distinta. Pero la decisión de la dirección nacional del PP de confiar todo a la futura decisión del Tribunal Constitucional, nos ha traído donde estamos. Parte también tiene que ser atribuida al Senado, que no ha sido capaz de proceder a la renovación de los magistrados cuyo mandato finalizó hace casi tres años, y al Congreso, que tampoco ha sido capaz de sustituir a un magistrado fallecido.

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Pero gran parte de la responsabilidad la tiene el propio alto tribunal, que se ha enredado en una batalla de recusaciones completamente injustificable y que ha sido, sobre todo, incapaz de hacer un debate que pudiera traducirse en una decisión. Nadie puede entender que a lo largo de cuatro años, y con el mejor asesoramiento del que ningún tribunal español puede disponer, no se haya podido alcanzar un punto de acuerdo de carácter integrador. Sobre todo, cuando la aplicación de la norma no estaba generando ningún conflicto digno de mención. El Tribunal Constitucional no ha tenido que enfrentarse a ningún problema similar al que tuvo que enfrentarse el Tribunal de Garantías Constitucionales de la Segunda República respecto del Estatuto de autonomía de Cataluña. No ha habido ningún conflicto constitucional grave que haya perturbado el ambiente en el que el alto tribunal tenía que tomar su decisión.

Y, sin embargo, ha fracasado hasta en seis ocasiones hasta el día de hoy. Y parece que también fracasaría en cualquier próxima ocasión si no se cambia el procedimiento que se ha seguido ininterrumpidamente para dictar sentencia desde 1981 y, en lugar de una votación única, se producen decenas o incluso centenares de votaciones sobre artículos, incisos e incluso alegaciones sobre cada uno de ellos.

¿Tiene sentido sacar la sentencia mediante la que se tiene que decidir la fórmula de la integración de Cataluña en el Estado español de esta manera?

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