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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Beatles contra Rolling Stones

Diego A. Manrique

Nadie lo hubiera creído hace unos meses, así que mi pasmo es considerable: ¡los Rolling Stones en el número uno! Al menos, en Gran Bretaña, Francia y otros países (aquí, se quedó en el dos). Hablo de la reedición del Exile on Main Street, lo que multiplica el asombro: un doble disco, que ya alcanzó lo alto de las listas en su estreno hace 38 años.

Desconozco lo que hoy significa eso en ventas pero tiene enorme valor simbólico. Demuestra la habilidad de algunas discográficas para convertir una operación comercial en acontecimiento cultural. Recuerda que habitamos un bucle temporal, donde conviven -¡y compiten!- grabaciones del presente y del pasado.

También reviven añejas polémicas. En Los Angeles Times dan bola a ese argumento que sitúa a los Stones como ansiosos alumnos de los Beatles, siempre corriendo tras sus tutores para intentar ponerse a su altura. Exile (1972) sería la respuesta de Jagger y compañía al White album (1968). El corolario: tras Exile, al no contar con un modelo y un incentivo para la superación, los Stones se abandonaron, en una decadencia que llega hasta hoy. Algo parecido se afirmó de los Beach Boys, a los que los Beatles consideraban como iguales tras Pet sounds (1966).

No vivimos en tiempo de gigantes: el cibermundo nos ha empequeñecido

Precisemos. Como todos los conjuntos de los sesenta, los Stones respondían ansiosamente a las sucesivas hazañas del cuarteto de Liverpool, que comenzó con varios cuerpos de ventaja: mayor experiencia de directo, un fecundo team de compositores, un productor eficiente. Los Stones -ay- tropezaron al entrar en el estudio, por depender de un buscavidas, Andrew Loog-Oldham, con mucha labia pero ignorante en técnicas de la grabación. Al menos, Oldham tuvo la idea correcta respecto al repertorio: aunque sus representados hubieran seguido felices haciendo versiones de R&B, encerró a Mick Jagger y Keith Richards hasta que generaron canciones propias.

No necesitamos enumerar los pormenores del seguidismo de los Stones. Sin embargo, eso no convierte a Exile en hijo bastardo del White album. Hay tres años de distancia y son criaturas muy distintas: los Beatles hicieron un doble poliédrico por su distanciamiento personal, que empujó a cada miembro a funcionar por su cuenta. Pero Exile fue un esfuerzo consciente de utilización de las raíces estadounidenses y celebración de la vida forajida, profundizando en las trincheras de Beggars banquet (1968), Let it bleed (1969) y Sticky fingers (1971).

Los Stones fueron discípulos del prodigio de Liverpool cuando ambos funcionaban como máquinas pop. Pero, a partir de 1968, se encarrilaron hacia el rock bluesero -que era solo una entre las muchas bazas de los Beatles- y terminaron definiendo su variedad particular del rock, ceñuda y densa. Incluso los que adoramos las cumbres pop de Aftermath o Between the buttons, reconocemos que alcanzaron grandeza y personalidad con el endurecimiento de su sonido.

Parte de la opulencia creativa del pop de los sesenta deriva de la presencia de los Beatles, como vara de medir y catalizador de los cambios (sí, también Dylan dinamitó las reglas del juego). En décadas posteriores, contemplamos el efecto dinamizador de artistas que se situaron en el centro de la acción y deslumbraron al resto de colegas. Piensen en Bowie, Springsteen, Prince, Police, Nirvana: movieron las fronteras, obligaron a los demás a reaccionar.

Da lo mismo que el efecto fuera la emulación o el rechazo: sirvieron de motores. Me pregunto si volveremos a ver algo equivalente: el rock creativo ha perdido centralidad. Vampire Weekend o Arctic Monkeys pueden ascender al número uno pero su impacto musical o cultural es reducido. Nos empeñamos en engañarnos, pretendemos ignorar que ya no vivimos en tiempo de gigantes. La deprimente realidad es que el cibermundo lo ha empequeñecido todo, tanto los artistas como las emociones que provocaban.

No vivimos en tiempo de gigantes: el cibermundo nos ha empequeñecido.

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