Gorduras
Lo que tal vez nos esté revelando la crisis es la falta de substancia. Fijémonos en Europa, antes de detenernos en nuestra propia casa, un recorrido quizá demasiado amplio para estas escuetas líneas. En un reciente artículo en Le Monde, Pascal Bruckner hablaba de un remordimiento constitutivo de la Europa actual, de una deuda moral inextinguible que vendría a añadirse a la deuda que grava los presupuestos de sus Estados miembros. Europa se construye huyendo de sí misma, en una fuga que se traduce en un gigantismo formal, en una bulimia devoradora que no es otra cosa que el triunfo de "la vacuidad substancial". Su pasado, marcado por el colonialismo, la esclavitud, el fascismo, el comunismo, las guerras mundiales, lo concibe maldito, por lo que debe abjurar de él y convertirse en un impulso hacia el otro, una idea pura capaz de trascender las culturas. Invitamos a todos los pueblos a que se nos unan, pero la casa común no existe, nos habíamos olvidado de construir sus cimientos. La tragedia de Europa, prosigue Bruckner, consiste en haber erosionado el sentimiento nacional sin haberlo sustituido oportunamente por un sentimiento federal o supranacional, en no haber sabido transferir la soberanía de los Estados a un verdadero gobierno dotado de una diplomacia, de un poder ejecutivo y militar.
¿Es posible, tras engordar desmesuradamente en el vacío, fijar esos cimientos que habíamos ignorado? A Bruckner se le ocurre una solución, seguramente imposible -por fortuna para nosotros-, solución que no es el único al que se la he escuchado estos días: una drástica cura de adelgazamiento para regresar a la Unión de los fundadores, a los cuatro o cinco países de origen, para soldarlos con una alianza política y económica. Es ese vacío de Europa el que se presiente hoy y el que se erige en cuestión cardinal de la política continental. Ya no se pueden tomar decisiones nacionales sin tenerlo en cuenta, y por los acontecimientos recientes de la política española tengo la impresión de que seguimos sin tenerlo en cuenta. Salvando el activismo europeísta que sí tuvo Felipe González, Europa ha sido para nosotros un pretexto para el nacionalismo -¡ay, la condenada vieja Europa de Aznar!- o, peor aún, para un cantonalismo que veía en ella un vehículo para salvar instancias intermedias. Pasos ambos no hacia Europa, no hacia esa afirmación de su substancia cultural e histórica, sino hacia ese ectoplasma que se infla a la medida de su inconsistencia y que Bruckner denuncia.
En fin, yo quería llegar a Guipúzcoa en este recorrido. Hablamos de la integración europea, pero todos los agravios y quejidos guipuzcoanos de estos días ¿no serán debidos a un problema de integración, a que el viejo territorio foral español no acaba de encontrar su lugar en esa nueva instancia política llamada Euskadi y en la que pretende seguir siendo, con evidentes limitaciones, rey y señor de sí mismo?
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