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Columna
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Nuevos gritos del vaquero

Muy a menudo, cuando las cosas se apartan de su funcionalidad originaria y se desvían hacia otros usos, el movimiento lleva consigo una "desviación" tanto en su sentido común como en su sentido ético.

Es el caso de los pantalones vaqueros, que al pasar de su función laboral del siglo XIX a su uso festivo, casi cien años después, adquirieron un lote de significaciones transgresoras. La primera, obviamente, fue convertir un uniforme de trabajo en un vestido de ocio, una ropa para el sacrificio y el esfuerzo en otra para el ligue y el placer.

Concretamente, sobre el vaquero de los años sesenta, se depositó una colonia de mensajes que lo asociaron a la subversión. En primer lugar, fue, genéricamente y dentro del disoluto mundo juvenil, "un elemento ceñido" (provocativo, erótico) frente a "la ropa holgada", señal de la decencia en el vestir.

Los 'jeans' hechos en Corea del Norte ofrecen sensibles trozos de vida

Por añadidura, el tejano fue la prenda que se manchaba, desgarraba, desteñía o descuidaba como un estandarte a favor del desorden y en directa oposición a las formalidades burguesas. Su aparición y asombrosa extensión fue, de hecho, la metáfora de un inesperado embate juvenil que proclamaba valores y conductas desviadas del sistema reinante.

Los vaqueros, en sus comienzos, fueron pues una insignia política, más o menos difusa y, por si faltaba poco, en aquellos años sesenta europeos, coincidiendo con la revolución sexual y el movimiento de liberación de la mujer, la prenda promovía la idea del unisex, lo que comportaba, en casi todos los ámbitos, una mayor igualación de situaciones que, sin duda, favorecían el contacto y la promiscuidad sexual.

Después, hasta los curas llevaron vaqueros y la moda jugó con los vaqueros adornados con puntillas, los vaqueros con incrustaciones de diamantes, vaqueros de Boss o Armani de 500 o más dólares que anulaban o devastaban su carácter marginal. A principios de los años ochenta, todavía Brooke Shields anunciaba los pantalones Calvin Klein con este eslogan. "¿Quieren saber lo que hay entre mis calvins y yo? Nada".

No había entonces ya nada que quitar de por medio pero también ya nada que distinguiera radicalmente a los sexos y, al final, hoy mismo, nada, efectivamente, que conserve su facultad de escandalizar.

El vaquero fue haciéndose demasiado doméstico e incluso cansino hasta que hace unos años, como un estertor, se anunciaron vaqueros "enteramente confeccionados por presos auténticos". Asesinos incluso que cosían en el interior de algunas cárceles alemanas, y hasta en España el proyecto Asombra (a la sombra) con una tienda en Madrid se propuso comercializar vaqueros confeccionados en el interior de las prisiones.

La noticia que publicó EL PAÍS ayer, relacionada con nuevos jeans procedentes de Corea del Norte, es diferente en su forma pero de igual naturaleza en el método. Se trata ahora de vender unos pantalones de ese extraño país (el colmo del país outsider) comercializados por tres jóvenes suecos que -si acaban de cerrar su tienda en Estocolmo por beatas razones políticas- pueden servir online la prenda (de tela negra) con su sello del mal, el aura del anticristo comunista y la rescatada subversión simbólica de aquellos primeros tiempos.

Estos vaqueros, si no en una celda, se realizan en las vigiladas instalaciones de una mina de manganesita y en la misma planta donde se hacen uniformes para mineros. En el futuro, decía uno de estos jóvenes comercializadores suecos, el plan sería lanzar unos tejanos especiales con recubrimientos de zinc, de acuerdo a la idiosincrasia minera de la zona.

Y, aunque parezca mentira, no es eso todo. Si en Lexington Avenue un vaquero de lujo, tratado con productos carísimos y varias sesiones de horneado, cuesta varios cientos de dólares, los que llegan de Corea del Norte ofrecen, además, sensibles trozos de vida. Exactamente, los 220 dólares (175 euros) por los que estos productos se venden en Occidente representan el equivalente a dos años de sueldo de un norcoreano medio. ¿Revolución o explotación? He aquí el dilema que una y otra vez salta ahora en los Gobiernos, los sindicatos, las cargas fiscales y los recortes salariales de la Gran Crisis.

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