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Columna
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El alguacil alguacilado

Los espectadores que aspiran a seguir las peripecias de las tres causas por prevaricación abiertas en el Supremo -pese a la oposición de la fiscalía- contra el titular del Juzgado número 5 de la Audiencia Nacional no ganan para sustos. Las últimas novedades sobre la primera de las tres querellas (las dos restantes continúan su marcha a velocidad de crucero) son la expulsión de Falange Española de las JONS como acusación pública y la nulidad de actuaciones del proceso y la recusación del instructor Luciano Varela planteadas por Garzón ante la Sala del Supremo.

La admisión a trámite de las tres querellas causó perplejidad entre cualificados expertos que no encuentran indicios claros, relevantes y plausibles capaces de sustentar la temeraria conjetura de que Garzón pudiera haber dictado a sabiendas decisiones injustas durante la instrucción de tales causas. El polémico juez de la Audiencia Nacional tiene las mismas probabilidades de equivocarse que sus colegas; y aunque su gusto por el estrellato resulte a veces estridente, los egos revueltos de la vida literaria descritos por Juan Cruz en su reciente libro galardonado con el Premio Comillas también son plato habitual en la mesa de la magistratura, tal y como el magistrado Varela se encarga de demostrar.

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En cualquier caso, no es lo mismo una errónea apreciación de los hechos o una desviada interpretación de las normas, corregibles mediante recursos a instancias superiores, que una prevaricación. Scott Fitzgerald ideó en The Crack-up una prueba para detectar la inteligencia de primera clase: la capacidad de mantener a la vez dos ideas opuestas en la cabeza y seguir funcionando. Garzón pudo equivocarse en las resoluciones del sumario sobre los crímenes de la Guerra Civil pero no cometió un delito de prevaricación; conclusión que también puede predicarse de las dos querellas posteriores relacionadas con el banco Santander y la trama Gürtel.

Los argumentos utilizados por el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Javier Zaragoza, y la mayoría de la Sala de lo Penal, presidida por Javier Gómez Bermúdez, para negar la competencia de Garzón sobre los desaparecidos en la retaguardia de la zona sublevada (un anacronismo de origen argentino que sustituye al término español paseados) echaron por tierra sus frágiles tesis construidas sobre confusas doctrinas sobre Derecho Internacional e interpretaciones erróneas del principio de legalidad penal, la irretroactividad de las normas desfavorables y la prescripción de los delitos. Pero mal podrían atribuirse esas resoluciones a favor de las víctimas de la represión franquista, emocionalmente agradecidas por sus descendientes, a una voluntad prevaricadora: tres magistrados de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional y varios jueces llamados a ocuparse de las exhumaciones comparten idénticas tesis sin que nadie haya presentado querellas contra ellos.

Por lo demás, el instructor Varela, cuyo estilo leguleyo parece salido de la pluma de ganso de un alguacil quevedesco con la puntita de la lengua rosácea asomando en la comisura de la boca, también ha metido la pata hasta el corvejón sin que nadie le haya imputado todavía un delito de prevaricación. El redicho magistrado actuó la semana pasada como apoderado de las formaciones de ultraderecha que ejercían la acción popular contra Garzón, aconsejándoles que modificaran sus escritos acusatorios para salvarlos de la invalidación. El ensuciado pseudosindicato Manos Limpias siguió obedientemente sus instrucciones (suprimió los dos tercios de su primera acusación) pero Falange Española no cumplió los plazos y quedó expulsada de la causa -medida contra la que han recurrido- por su contrariado asesor.

No ha sido el único desatino del alguacil alguacilado: el sabihondo magistrado también ha mudado caprichosamente de opinión acerca de la capacidad de la acción popular para poner en marcha los procedimientos abreviados cuando la fiscalía y la acusación privada desisten de hacerlo. Varela votó contra la sentencia 54/2008 del Supremo sobre el caso Atutxa por entender que esa posibilidad era fraudulenta; ahora, en cambio, el magistrado hace de mamporrero para que la ultraderecha utilice la acción popular y la vía judicial con el fin de perseguir objetivos ajenos al Estado de derecho y a la división de poderes.

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