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Columna
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Hacer puñetas

Lucen los jueces sus almidonadas togas en las portadas de los diarios y de los telediarios y enseñan sus delicadas puñetas, esas bocamangas refitoleras con delicados encajes y bordados que alivian el luto de sus hábitos. Hacer puñetas es un trabajo laborioso de mucho detalle y minucia, por eso enviar a alguien a hacerlas es una manera de desentenderse de esa persona durante un largo tiempo, más del que se necesita, por ejemplo, para freír espárragos. Las puñetas marcan la coquetería judicial y ellas y ellos las llevan con orgullo, pues lucirlas es símbolo de poder y de respeto. Pero tanto desfile, tanta exhibición de puñetas en los medios de comunicación parece inquietante para una democracia, la información está judicializada, el espectáculo de una caterva de magistrados haciéndose la puñeta entre ellos tiene gancho. Con el proceso a Garzón, a los jueces sólo les ha faltado desenfundar sus martillos para batirse en duelo. Dicen algunos de sus compañeros que el juez Varela, instructor del Supremo, tiene un ego tan desmesurado como el de su víctima. El juez Luciano Varela se la tenía jurada a Baltasar desde hace mucho tiempo, años cavilando en su despacho sobre cómo apear a dios de los altares en los que se rinde culto a la justicia, que es una diosa ciega pero no tonta, que tal vez se tapó los ojos para no ver los delitos que se cometen en su nombre, las injusticias y las prevaricaciones. El juez Varela, antes de que apareciera en su horizonte el fantasma de Garzón, era un radical izquierdista y un magistrado del ala progresista, muy tocada por el acoso de los conservadores. Al juez Varela le apadrinó el magistrado ultraconservador, más ultra que conservador, Adolfo Prego en su toma de posesión en el Supremo. En la foto de ese día, Varela enseña los dientes con una sonrisa inquietante, está a punto de convertirse en el vengador justiciero y afila sus armas para el reto definitivo; dos egos como los de Baltasar y Luciano no caben en la misma Audiencia. El instructor ha conseguido sentar a su jurado enemigo en el banquillo y le acusa de "imaginación creativa" en su investigación de los crímenes del franquismo. Ni la imaginación, ni la creatividad, tienen cabida en el inmarcesible marco judicial, aunque la acusación de Varela sí que parece un caso de creativa imaginación.

El juez Luciano Varela se la tenía jurada a Baltasar Garzón desde hace mucho tiempo

No es buen síntoma que en las portadas aparezcan mucho los uniformes, militares, civiles o eclesiásticos. Cuenta una de nuestras leyendas negras que a un español le pones una gorra de plato y se convierte automáticamente en autoridad. Imagínense lo que ocurre cuando le revistes con casullas finamente bordadas, togas puñeteras o charreteras y estrellas en la bocamanga. El papa Benedicto XVI sabe valorar el poder de una buena imagen, por eso calza, como el diablo, zapatillas de Prada y estrena un nuevo modelo en cada ocasión litúrgica. Para reforzar su distanciamiento del resto de los mortales los jueces británicos visten de púrpura y llevan pelucas empolvadas. Usando la imaginación creativa contemplo la foto del orondo Varela y le veo espléndido con los tirabuzones puestos, aunque en la realidad luce magnífico como un rector, con sus insignias, su collar y sus puñetas, bordadas con rombos y lo que parecen ser plumas de pavo real en delicados relieves de ganchillo.

Pero la enconada crónica judicial tiene más facetas de interés para los lectores, ya expertos en la jungla de las siglas de los diversos organismos judiciales. Alguien me contó que un periódico de Madrid va a editar en fascículos los 50.000 folios del Gürtel, que hasta hora sólo ha podido leerse Esperanza Aguirre, aunque quizás sólo le hayan contado el final. Al día siguiente de publicarse el sumario la presidenta madrileña tranquilizó a sus compañeros de filas sobre sus implicaciones en el caso. No hay nada nuevo y nos da la razón a nosotros, vino a decir la lideresa. Luego está el caso de los jueces del Tribunal Constitucional que manejan el tema del Estatuto catalán. Para aprender la lengua de Verdaguer o de Ausias March hay un trabalenguas popular que reza: "Setze jutges de un jutjat mengen fetge d'un penjat", que traducido a la lengua de Cervantes y de Belén Esteban sería: "Dieciséis jueces de un juzgado se comen el hígado de un ahorcado". La cosa aún no ha llegado tan lejos, pero se empieza a oler la sangre. Los jueces están destripando el Estatuto y esparciendo sus vísceras, sacándole los higadillos para ver cómo les queda la criatura. Seguro que le van a poner mucha imaginación creativa al asunto. Hay días en los que después de leer el periódico experimento unos deseos irresistibles de mandarles a todos a hacer puñetas. Con el debido respeto, señorías.

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