La contradicción de Sonic Youth
La banda exhibe en Madrid su intensidad guitarrera sin muchas sorpresas
La primera vez que el guitarrista de Enrique Morente vio a Sonic Youth, antes de colaborar con ellos, se acercó a su jefe y le dijo al oído. "Maestro, estos parece que tienen las guitarras destemplás". Es lo mismo que podría haber pensado un extraterrestre si hubiese aterrizado ayer en la sala La Riviera, de Madrid, donde el grupo de Nueva York agotó las entradas -lo mismo hizo anteayer en Barcelona; hoy repetirán en Madrid-. Destemplás, desafinadas... Lo curioso es que ese supuesto visitante alienígena, al igual que el guitarrista del cantaor, se quedaría embobado con la artillería guitarrera que el grupo desplegó anoche en la capital. Hay grupos que amas o que odias. Con Sonic Youth pueden ocurrir las dos cosas. Y al mismo tiempo.
El cuarteto es una de esas bandas aparentemente intocables con un repertorio irregular y un directo extraño sólo apto para oídos que, sin complejos, han aceptado el rollo arty y ruidista del que hacen gala. Es un grupo que ha hecho del amateurismo y del ruido un arte. Vienen a Madrid, tras años sin tocar en la capital, bajo un aura intelectual avalada por la exposición sobre recuerdos y memorabilia que hasta el 2 de mayo se mantiene abierta en el Centro de Arte Dos de Mayo de la Comunidad de Madrid, con sede en Móstoles. Pero lo cierto es que a Sonic Youth hay que hacer un esfuerzo para escucharlo. Hay que creérselo. Si no, estás fuera. Hay que entenderlo, si no te parecerán un timo. Anoche las 2.500 personas que llenaron la sala se lo creyeron. Y no sólo porque habían pagado 36 euros de entrada sino también porque el grupo centró su repertorio en sus grandes éxitos y en un más que digno último disco, The Eternal: una segunda juventud que, pese a que todos los integrantes pasan de los cincuenta, es bastante creíble.
Arrancaron con Schizophenia, uno de sus temas estrella que el público recibió sin mucha euforia (o sería alegría interior). Porque reconozcámoslo: Sonic Youth no son la alegría de la huerta. Tampoco lo pretenden. Con Hey Joni o Silver Rocket, en media hora, el público empezó a entrar en calor, pero con esa excitación contenida de como-son-unos-clásicos-mejor-prestar-atención-que-bailarlos. Pocos se desmelenaron.
Guste o no, Sonic Youth se ha convertido en un dinosaurio del rock -alternativo, pero dinosaurio al fin y al cabo-, y son grandes representantes del punk o noise adulto. ¿No me creen? Un ejemplo de cómo cambian las cosas con el tiempo: hasta la marca Fender, como regalo por su 30 cumpleaños como grupo, ha comercializado dos guitarras del modelo Jazzmaster con los nombres de los guitarristas Lee Ranaldo y Thurston Moore. A 1.900 euros del ala. Si se lo cuentan cuando empezaron, en los ochenta, ni ellos hubieran dado crédito.
No hubo excesivas sorpresas durante las dos horas de concierto. Sí intensidad guitarrera y también momentos de desorden musical y desesperación. Así suenan estos estadounidenses: ruidosos (recuerden que a esto en los noventa se le llamó noise) y emocionantes. A ratos excitantes, brillantes, profundos, intensos y melódicos. A ratos ásperos, caóticos, reiterativos y cansinos. Pero siempre profesionales y como un tiro (Death Valley '69 sonó brutal). Quizá ahí resida el genio de Sonic Youth: en la contradicción. O no.
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