Madrid fascista
Desde hace un tiempo, lentamente pero sin tregua, Madrid padece su epidemia. Se extiende como una tela de araña, como un cáncer, como una mancha negra que señala, engulle y aniquila. Es la sombra del fascismo posmoderno, con su disfraz casual su imagen alejada de los uniformes pero dueña de una mentalidad igual de castrante. Lobos con piel de cordero al acecho de nuestras entrañas. Ocupan las esferas del poder y la calle. Allá donde se sienten débiles, atacan sibilinamente. Suelen ganar travistiéndose de demócratas. Cuando nos queremos enterar ya se han sentado en la silla y nos tienen agarrados por los huevos.
Que se lo pregunten a Carlos Berzosa, rector de la Universidad Complutense. Es el último objetivo fijado. Son insaciables. El asunto es aniquilar al enemigo. ¿La prueba? El juez Garzón. Esta semana hemos observado cómo degustan sus restos en el Tribunal Supremo con interrogatorios dignos de caza de brujas, de machartismo. El delito de Berzosa es precisamente haber cedido un espacio público en la universidad para que las víctimas que heredaron la masacre del franquismo en sus propias carnes, en sus propias familias, reivindiquen la figura de un magistrado que cometió el delito de decidir repararlos simbólicamente.
Todo vale con tal de anular el mayor escándalo de corrupción perpetrado por un partido, el Gürtel
Lo pagará el rector. Primero, le señala la artillería mediática. Después apunta el sumo hacedor desde el think tank Faes. Luego, el Gobierno que ocupan se pone manos a la obra. Como paso previo se permiten el lujo de sugerir que se vaya. Más tarde le cortarán el grifo que abrirán de nuevo convenientemente a aquel de los suyos que lo sustituya. Al fin y al cabo, ¿qué más da arruinar una institución si no se pliega a las consignas?
Mientras, el resto de la ciudadanía, quienes no comulgan con el estropicio y la ocupación de las ordas, se limita a contemplar el espectáculo. Atónitos, avergonzados. Con el estómago revuelto y unas irrefrenables ganas de vomitar cuando pasamos por sedes como la del Tribunal Supremo. Al menos eso me ocurrió a mí el otro día. Puede que se tratara de un reflejo de Paulov. Me di cuenta al cerciorar que paseaba por el parque de las Salesas.
Menos mal que se producen escalofriantes pruebas de decencia y dignidad. Precisamente en esa sala que pretenden desalojar en la Complutense. Allí, se dan terapias de grupo más que saludables. No importa que los herederos del oprobio quieran taparse los oídos y ahuyentar el relato de la vergüenza criminal. Allí hemos escuchado las barbaridades cometidas contra quienes duermen todavía su pesadilla en las cunetas. Sin reparación, sin justicia. Con las víctimas tragando quina y los verdugos de rositas.
No verán justicia, pero les queda el desahogo. Dos veces me he avergonzado a escala internacional de mi país desde que tengo uso de razón. La culpa ha sido de los mismos. Una, cuando Tejero entró en el Congreso. La otra, ahora: con la persecución de Garzón a manos de la Falange, autora material de decenas de miles de crímenes, esa asociación llamada Manos Limpias -manos manchadas con la sangre de los inocentes, diría yo- y ese presunto juez y probado Torquemada llamado Varela.
Ya hemos perdido la cuenta de los delitos inventados para acusarle: prevaricación, cohecho... A la misma velocidad que olvidamos sus procesos contra los narcos, los GAL, ETA, Pinochet, causas que han cambiado la concepción de la justicia internacional para siempre. Da igual. Cualquier cosa vale con tal de anular el mayor escándalo de corrupción perpetrado por un partido, como es el Gürtel; con tal de dejar dormir tranquilas las conciencias de los verdugos del franquismo. Traspasó Garzón la línea y esa mano negra se lo cobrará. El mundo al revés. La preeminencia sólida y nada gaseosa de unos poderes escalofriantes que todavía operan haciendo añicos el sistema.
Y aun así, la devastación producida no les arredra. Una prueba del daño que todavía infligen en la gente común fue el testimonio que pudimos leer el jueves en este periódico de manos de Natalia Junquera. Lo decía Hilda Farfante, 79 años. Perdió a sus padres, maestros, asesinados por los fascistas, cuando tenía cinco. "Me siento culpable de lo que le pasa a Garzón", decía llorando. ¿Qué estragos, qué moral mortífera ha podido minar la conciencia de las víctimas durante décadas para hacerles sentir así? Anímese, querida Hilda. La culpa no es suya. La culpa es de los asesinos, de sus verdugos impunes y ahora de todos sus cómplices en este vergonzoso presente que vive la historia, con minúsculas.
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