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Columna
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Apología del automóvil

Tanto el tren, como el cine, la televisión o el móvil han tenido sus enemigos. Algunos, furibundos. El coche, sin embargo, fue bien aceptado poco después de su aparición y, con el gran descenso de su precio que introdujo el Ford T, su figura vino a ser una democrática insignia del progreso. Y de la libertad. Gracias al coche el espacio individual se ampliaba a horizontes individuales inconcebibles y así como en Estados Unidos los horizontes -tanto más cuanto más lejanos- gozaron siempre de una mítica reputación, en Europa llevó a las familias a las playas y a los novios al séptimo cielo.

Más que las proclamas contra la censura, la propagación del coche, por pequeña que fuera su cilindrada, fomentó en España y en otros países beatos (y policiacos) una variación moral tan contundente que no se pudo frenar.

Y no se trataba tan sólo del sexo y de la fuga, sino de una comunicación cultural e interdisciplinar realizada a través de movimientos progresivos al exterior, desplazamientos del campo a la ciudad y de la ciudad al campo, de las capitales a los pueblos y de los pueblos entre sí.

Cualquiera que tuviera entonces (tras la II Guerra Mundial en Norteamérica y hace menos de medio siglo en España) la fortuna de poseer un coche, contaba con un medio de gozo que, EE UU plasmó en los fastuosos diseños de carrocerías, cromados y colores. Una estampa jubilosa que, más allá de la prosperidad económica, transmitía un optimismo radiante y confianza en el porvenir.

Hoy, sin embargo, el progreso y ciertos progresistas tratan al automóvil como un demonio humeante y contaminador, causa de muertes constantemente censadas, monstruo que se come la vida de la ciudad y reduce el bienestar de las gentes. La ciudad es buena, el coche malo. El peatón se mima, al conductor se le condena.

Sin embargo, se acepte o no, somos ya, irreversiblemente, "conductores". Todas las reformas urbanas que favorecen la peatonalización son movimientos hacia el mundo pasado. La ciudad se hace más grata cuando se obstaculiza o reduce la circulación rodada, pero esa ciudad no es sino una ciudad temática de hace una centuria, ahora tan artificial como un decorado.

El Ayuntamiento de Nueva York es de 1812 y la Gran Vía de Madrid cumple ahora sus cien años. Son capitales planeadas para unos pocos coches, algunas calesas, varias tanquetas y un puñado de taxis. En Manhattan el 75% de sus habitantes no tiene coche. No pueden servirse de él. ¿Por culpa del coche? Por razón de una ciudad concebida para la vida y la tecnología de otro tiempo.

No es el automóvil endemoniado el que hace a la ciudad un infierno, es la ciudad anacrónica la que de manera resistente o reaccionaria trata, ciegamente, de volver al peatonaje.

Es cierto que no se ha inventado aún (salvo excepciones) una solución capaz de solventar el problema urbano, pero el conflicto obedece más bien al desajuste en el progreso que a un progreso satánico. El coche lleva la libertad en sus entrañas. ¿Transportes públicos? ¿Desaforado ensanche de aceras? ¿Altas tarifas para disuadir la entrada del conductor al centro? ¿Multas de aparcamiento sin fin?

La misma naturaleza cada vez más represora de las medidas hace sentir la impotencia (y la ignorancia) de la autoridad. ¿La ciudad es buena y el coche malo? ¿El callejón es adorable y la avenida odiosa? ¿Otro cuento infantil más?

Los urbanistas, los fabricantes de coches, la política de nuevas energías, el diseño de la convivencia común no necesariamente "colectivizada", son elementos para lograr la integración de los nuevos medios de comunicación en los nuevos modelos de interrelación. Para aceptar, en fin, la potencia de un presente real y dejar de ofuscarse con la melancolía del pasado.

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