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Columna
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Hay cosas que no se tocan

José María Mena

Una magistrada y un magistrado de Barcelona han sido expedientados, y podrían ser sancionados disciplinariamente por el Consejo General del Poder Judicial, porque ante determinados medios de comunicación expresaron opiniones personales en relación con la actuación, mejor dicho, la falta de actuación, de otro juez. Se trataba del inicio de la instrucción penal del asunto de Millet, el del saqueo -presunto, desde luego- del Palau de la Música de Barcelona.

Hablando en términos estrictamente cronológicos, es objetivamente cierto que aquellos primeros momentos, días o meses, de lo que debiera haber sido la instrucción judicial fueron manifiestamente neutros, nulos, ineficaces. Las protestas formales de la fiscalía fueron notorias. El clamor ciudadano, unánime.

Los jueces son ciudadanos y gozan del derecho de expresión y del derecho a la crítica

No se produjo el menor reproche institucional frente a aquel incomprensible vacío de actividad (por cierto, a Garzón el inefable juez Varela le imputa, además, retrasos en el despacho del asunto de los crímenes del franquismo).

Los delincuentes del Palau -presuntos, desde luego- tuvieron tiempo sobrado de replegarse ordenadamente, con armas y bagaje. Millet anda por ahí, tranquilamente. El juez seguirá trabajando honestamente, sin duda, pero sin prisas ni estímulos institucionales. Y hoy por hoy, los únicos realmente afectados son los dos jueces que osaron cooperar a favor del prestigio judicial, criticando lo criticable, a falta de otras iniciativas institucionales.

Debe reconocerse que, en relación con los derechos de los jueces como ciudadanos, se ha avanzado bastante con la democracia. Los jueces son ciudadanos y gozan del derecho de expresión, con las solas excepciones derivadas de la peculiaridad de su trabajo. O sea, el secreto y la reserva que naturalmente exigen sus actuaciones. Pero disponen plenamente del derecho a la crítica. Les hemos visto en los medios de comunicación zarandeando verbal y conceptualmente al ministro y a la consejera de Justicia, así como a los legisladores y las leyes que hacen o proyectan. Y nunca nadie les ha llamado la atención. Y eso es bueno.

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Pero ahora lo que pasa es cualitativamente distinto. Ahora el criticado es un juez. Se juntan dos afrentas imperdonables. Una, típicamente cuartelera, corporativista, y en ese sentido cargada de pequeñez: una supuesta falta de compañerismo. Otra, típicamente celestial, endiosada, y en ese sentido cargada de soberbia: una supuesta agresión al Poder con mayúscula. A un juez no debería criticarle nadie, y menos aún otro juez.

Las reacciones represoras son muchas veces el síntoma externo de una debilidad ocultada. Ya se decía en la cultura (con perdón) de la tauromaquia: "Dios te libre del toro aculado en tablas". Se referían a la última reacción del pobre toro repetidamente estoqueado, refugiado junto a la barrera, las tablas, moribundo, ante el que los toreros se desenvolvían con imprudente descuido. El animal, por sorpresa, arrancaba una breve carrera y corneaba a algún descuidado.

Parece que el Poder Judicial está "aculado en tablas". Es posible que muchos de sus miembros estén trabajando con interés e inteligencia en muchas actividades imprescindibles que el gran público desconoce y que no les agradecen ni siquiera sus compañeros. Pero es evidente que, además, muchos otros asuntos de trascendencia social los están abordando con unos niveles de desacierto, inoportunidad y desprestigio que debieran preocuparles. Esto es lo que expresa la debilidad que permite establecer el símil tauromáquico.

Y como en el símil, finalmente se puede arrancar con una carrerilla corta y arremeter contra quien se pasee ante él con descuido, llamando descuido al ejercicio del derecho constitucional de libertad de expresión, sin afectar a ningún secreto ni reserva que les fuera exigible por razón de su cargo.

Una magistrada y un magistrado de Barcelona creían que podían disponer de sus derechos constitucionales. Estaban confundidos. Hay cosas que no se tocan.

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