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AL CIERRE
Columna
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Aperitivos accidentados

Le vi salir del taxi, pero no me fijé. El domingo llegaba a esa hora lánguida del mediodía, cuando todo el mundo desaparece de las calles camino de un almuerzo más o menos familiar. Pero nada más entrar en el vehículo ya me asaltó una desagradable vaharada de licor. El taxista, un chico joven y musculado, echaba chispas por culpa de su último cliente. Borracho perdido todavía a esas horas, había hecho gran parte del trayecto intentando encender un cigarrillo y con medio cuerpo fuera de la ventanilla, increpando a todas las señoritas que se cruzaban con el automóvil. El conductor, claramente alterado, ni siquiera quería tocar el mugriento billete que le había endosado tan encantadora criatura. Sólo al sugerirle la posibilidad de no pagar la carrera, aquel tranquilo chófer había perdido la paciencia. Como él mismo se encargó de aclararme, era practicante de Muay Thai (una disciplina muy severa con eso de trasnochar y consumir alcohol); y a las malas podía haberlo sacado de allí a hostia limpia. La noche anterior, sin ir más lejos, había asistido a la velada de Vall d'Hebron, en la que César Córdoba había revalidado su título mundial de boxeo tailandés, y venía caliente.

Poco a poco, su conversación fue derivando hacia este asunto. Me fijé en él; brazo tatuado y cabeza rapada. Con una vehemencia propia del forofo, me fue enumerando los campeones y las estrellas de este deporte. Cuando llegó al Guerrero de las Sombras me dejó patidifuso. Al parecer, esta leyenda de la lucha realiza arriesgadas exhibiciones en las que frecuentemente se hace pupa. Según el taxista, es su manera de dominar el dolor, no dudando en cortarse o golpearse con objetos macizos hasta hacerse sangre. Así, entre pasajeros curdas, conductores cachas y expertos en dislocarse los higadillos, llegué a mi cita. No llevaba tortell, pero traía cara de burgués alborotado; ni los berberechos consiguieron serenar mi espíritu. A la que pueda, voy a ver al tal guerrero y les cuento.

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