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Columna
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Emeprepre

Escribe Anson en su Canela fina, con ese cuidado estilo en la raya del desparpajo, que le ha hecho inimitable. Acumula verbos de acción y vocablos de argot sobre la mediocre clase política española. Reconoce que es, en general, honrada pero añade enseguida que cada vez son más los que se dedican a chupar del bote, los que se cuelgan de la teta del Estado, los que se embadurnan de mordidas y comisiones, los que trapichean hasta la náusea, los que contagian el tifus de la corrupción a quienes les rodean.

Lo hace, como siempre, en tonos apocalípticos pero sin señalar, de manera que nadie en particular pueda sentirse aludido. Nuestro Anson se refiere, en definitiva, a los que caracterizaba el inolvidado Arturo Soria y Espinosa, alterando la matrícula del PMM (Parque Móvil Ministerios) como EMEPREPRE (MPP), es decir, despejando las siglas, como mamones del prepucio presupuestario.

Veremos si el electorado despierta de la anestesia y si los fondos sustraídos vuelven a las arcas públicas

Se diría que en España estamos ante el milagro de la multiplicación de las ubres y de los peces, merced al despliegue del sistema autonómico, al que se suma también la autonomía urbanística de los municipios. Sucede que los líderes políticos, en los casos que ahora nos atañen, que sobre todo anidan en el Partido Popular (PP), lejos de sentirse interpelados por los abusos sucedidos en su entorno prefieren invocar la presunción de inocencia de los golfos apandadores, que tanto y tantas veces han contribuido por ese camino a la ardua tarea de la financiación del propio partido. Todo son consideraciones, según dicen, para evitar interferir en la tarea de los jueces a la espera de sentencias de los tribunales competentes.

Pero de aquel severo contrato con los electores, antídoto de toda corrupción, es imposible atisbar un rastro. Por eso, convendría volver sobre la doctrina Gallardón, acuñada en 1999 cuando estalló en el Ayuntamiento de Madrid, presidido por José María Álvarez del Manzano, el caso Enrique Villoria, a la sazón concejal de obras. Gallardón se distanciaba de la línea de Ánsar y recordaba que había otra manera de gobernar distinta de la exhibida por la escuela de mando en que se había convertido La Moncloa. Sostenía Gallardón que las conductas de los responsables políticos, además de adecuarse a la legalidad, debían inscribirse en niveles de autoexigencia superiores a los habituales en otros ámbitos como el del mundo de los negocios. Pero de esa doctrina, como del finado Fernández, nunca más se supo.

Los mayores de la clase recordarán también la actitud implacable de Ánsar en fechas muy anteriores, cuando en Castilla y León exigía en el plazo de dos horas la dimisión del presidente de esa comunidad, Demetrio Madrid (PSOE), quien había sito citado por el juez. Otra cosa es que luego Demetrio Madrid resultara absuelto con todos los pronunciamientos favorables, sin que haya recibido todavía las excusas pertinentes.

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Todo sucede como si sólo debieran ofrecer explicaciones los adversarios políticos, mientras que en las propias filas gozaran de indulgencia plenaria todos los abusadores alistados en ellas. En todo caso, el espectáculo de pasividad dado por el presidente del PP, Mariano Rajoy, durante estos últimos meses recuerda aquello que se decía de la mesa de Franco en su despacho del palacio de El Pardo, donde los asuntos se apilaban en dos montones: en el primero, estaban aquellos que se resolverían con el tiempo; en el segundo, los que el tiempo ya había resuelto. De manera que el general superlativo se limitaba a cambiarlos de uno a otro.

Ahora, como entonces, el público parece bajo los efectos de una fuerte anestesia, de modo que el termómetro de las encuestas se mantiene favorable al PP, sin reflejar animadversión alguna hacia quienes se han instalado en la tolerancia de los imputados en las distintas tramas urdidas en perjuicio del erario público.

Recordemos que con ocasión del asunto Filesa, de financiación irregular del PSOE, algún responsable de ese partido quiso aducir que los requerimientos de la gobernación del país le habían distraído de la obligación de supervisar esos asuntos. Pero la pregunta de quién paga todo esto, la misma que se hizo Josep Pla cuando contempló por vez primera las luces de Nueva York desde el puente de Brooklyn en el anochecer de su llegada, es tan elemental como irrenunciable. Lo mismo en los partidos políticos que en el Vaticano, donde acabamos de ver, por ejemplo, la forma fulminante en que los llamados Legionarios de Cristo predisponían a su favor a los cardenales de la Curia mediante óbolos generosos de irresistibles efectos. Veremos si el electorado despierta de la anestesia y si los fondos sustraídos vuelven a las arcas públicas o si se dan por evaporados como ha sucedido hasta ahora.

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