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Columna
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Catedrales políticas

Desde aquí, desde nuestro sistema público de salud, es difícil medir el alcance de la reforma sanitaria que acaba de iniciar Barack Obama. Me refiero a medirla psicológicamente, en el nivel de la experiencia íntima de esos millones de norteamericanos que vivían en la incertidumbre, a la intemperie sanitaria, y a los que ahora esta nueva Ley va a poner bajo cubierto. La reforma no es completa (aún deja a gente fuera, en los márgenes de éste que, a su escala, es como nuevo "sueño americano"), no es completa ni tan ambiciosa como la que proponía el Presidente de los EE UU (no se crea un seguro público de salud, se subvenciona el acceso a uno privado). Pero con todo, y con las dificultades que presumiblemente va a encontrar su puesta en marcha, supone un cambio radical para la mentalidad y la experiencia de la sociedad americana.

Pero si es difícil hacerse una idea cabal del valor íntimo, humano, de esta reforma o de la revolución social que entraña; desde aquí, no resulta en absoluto complicado representarse la dimensión democrática de la medida que acaba de defender primero y de concretar después el presidente norteamericano. O lo que es lo mismo, el valor político que supone que Obama haya expresado una convicción, se haya comprometido acto seguido a defenderla y ahora, sin cálculo del gasto político que va a suponerle, o mejor dicho, a pesar de ese cálculo (que seguro que se ha considerado pormenorizadamente la probable factura), que ahora la ponga en marcha. Escribió Heine que "las catedrales no se construyeron porque los hombres tuvieran opiniones, sino porque tenían convicciones". En ese sentido, creo que se puede decir que la actuación de Obama construye una forma de catedral política.

Y desde aquí no resulta nada difícil valorar el quilatado de ese gesto político; representarse esa construcción, con detalle y maravilla. Y una forma de sana envidia ciudadana. Porque, aunque entre nosotros puedan apreciarse, aquí y allá, un pórtico, una nave o una vidriera, no se puede decir que las catedrales políticas- las convicciones expresadas con brío y luego aplicadas sin reparar en precios políticos o electorales-, esas catedrales, digo, no son lo más llamativo o característico de nuestra vida pública. Ocupan más la atención o la práctica, planteamientos políticos tan tímidos o calculado(re)s que no dan para altas arquitecturas, que a menudo sólo alcanzan para erigir tiendas de campaña (dicho sea con toda la intención). Y ello, incluso en momentos o asuntos que son claves para nuestro porvenir.

Y estoy pensando en esos proyectos retráctiles, que asoman -como la prolongación de la edad laboral- y luego, en cuanto se vislumbra la facturación, se retiran. O en esos melones que aquí nadie quiere abrir -como nuestra Ley de Territorios Históricos, que está pidiendo un repaso a gritos de lucidez competencial y presupuestaria-, que nadie pone sobre la mesa de las públicas convicciones. Por si acaso.

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