Italia tiene que pedir ayuda
El escritor pide a la OSCE, la ONU y la UE que envíen observadores internacionales a las próximas elecciones locales de su país. La política italiana se asemeja cada vez más en objetivos y métodos al poder mafioso
La más grave desesperación que puede adueñarse de una sociedad es la duda de que vivir honestamente resulta inútil. Y esa desesperación envuelve a mi país desde hace mucho tiempo". Así reflexionaba Corrado Alvaro, escritor de San Luca, pequeño pueblo de Calabria, que junto a Rosarno y Platì forma el triángulo de la 'ndrangheta, al final de su vida. Y no temo repetirlo hoy, en vísperas de las elecciones regionales italianas: es necesario que mi país pida ayuda. Lo digo sin temor a que se me señale con el dedo. Y a quien le parezca una exageración, le diré que vivimos en estado de asedio. En Calabria, de 50 consejeros regionales, 35 han sido investigados o condenados. Y todo sucede con la más absoluta condescendencia. En el silencio. ¿Qué otro país lo admitiría?
No quiero rendirme ante esa Italia que fuerza a sus jóvenes a marcharse por vergüenza
Hay que atajar la corrupción, las colusiones, los acuerdos bajo cuerda, el chantajismo
Lo que en otros Estados se considera un veneno, en Italia es pasto cotidiano: desde ayuntamientos diminutos hasta administraciones provinciales y regionales, por doquier se considera obvia la corrupción. El sabor de la injusticia ya no nos disgusta, no nos asquea, no nos revuelve el estómago ni el orgullo. ¿Cómo es posible? La propia duda de que todo esfuerzo sea inútil, de que manifestar nuestro voto y por tanto nuestra opinión sea vano, quita fuerzas a la gente honrada. Ahoga, estrangula y entierra el derecho. El derecho que cimienta las reglas de la vida civil, pero también el derecho que lo trasciende: el derecho a la felicidad. La sensación de que "todo es inútil" nos arrebata la esperanza en el futuro, y cada vez más hay más gente del Sur que abandona su propia tierra para trasladarse al Norte o al extranjero. Lejos de semejante vergüenza. Yo no quiero rendirme ante esa Italia que fuerza a sus jóvenes a marcharse por vergüenza y falta de esperanza.
He solicitado a la OSCE, a la ONU, a la Unión Europea que envíen observadores a los territorios más difíciles, en esta última fase de la campaña electoral. Solicito observadores, solicito miradas objetivas capaces de supervisar y garantizar la regularidad de todas las fases del voto. Solicito un control que aquí ya no conseguimos ejercer. Y la OSCE se declara dispuesta a intervenir, pero hace falta el OK del Gobierno. Jens Eschenbaecher, portavoz de la Oficina para las Instituciones Democráticas y los Derechos Humanos, dice que este organismo internacional con sede en Varsovia ha enviado observadores a muchos países europeos. A Italia también. La última vez, en las elecciones de 2008. Dice que la praxis es intervenir sólo tras explícita solicitud del Gobierno y, en general, no para escrutinios locales, que los Estados nacionales deberían garantizar. Sin embargo, en Italia el riesgo estriba precisamente en las elecciones regionales, donde la especificidad local lleva las de ganar. Además, no sería excepcional para la OSCE intervenir en Europa. Lo ha hecho recientemente en Alemania y en Noruega, donde no puede decirse que la democracia corra riesgos. Hay casos en que una mirada externa puede suponer mayor garantía que la de quien por estar involucrado carece de libertad.
Podemos valorar desde aquí, a simple vista, los chaqueteos, casos asombrosos en los que para devolver la dignidad a la función pública un político tendría que marcharse, por más que la ley le permita quedarse. Sin embargo, no conseguimos ejercer un control que obligue a la política italiana a mirarse realmente al espejo, porque el espejo que usamos sólo refleja las capas más superficiales de la realidad. Nos indignamos ante políticos imputados en procesos en curso que se reciclan para apoyar una coalición diferente cada vez. Nos indignamos ante candidatos condenados por asociación camorrista. Nos indignamos porque sobre el brazo derecho del ministro de Economía pende una orden de detención, y conserva su cargo pese a ello. Nos indignamos cuando hay senadores elegidos en las circunscripciones extranjeras con los votos de la 'ndrangheta, como Nicola de Girolamo, sospechoso además de otros delitos. Nos indignamos, por último, porque a la criminalidad organizada se le consiente gestionar locales de lujo en el corazón de Roma, como el Café de París en via Vittorio Veneto.
Escuchamos estupefactos a la comisión parlamentaria antimafia declarar, en referencia a las últimas elecciones, que hay políticos sospechosos en las listas del centro-izquierda y del centro-derecha. Y hasta hoy, las personas afectadas no han respondido. Transformarse, reciclarse, mantener sus cargos: la antigua praxis de la política italiana no es simplemente una aberración. Es ya una costumbre, una especie de vicio, con la que, a su pesar, todo elector debe contar, esperando equivocarse. Esperando que esta vez no suceda. Es una traición que se perdona casi encogiéndose de hombros, como la de un marido ligero de cascos que acaba en la cama de otra mujer.
¿Es posible trocar nuestras esperanzas y sueños por la ligereza y el cinismo de otros? En Italia, se parte del presupuesto de que la política carece de recorrido, de ideas o proyectos. Y, sin embargo, la gente sigue esperando algo distinto, exigiendo algo distinto. ¿Dónde ha ido a parar el orgullo de la política? ¿La responsabilidad de hablar en nombre de un electorado? ¿La conciencia de que las palabras y las promesas son responsabilidades que se asumen? ¿Y la conciencia de que un partido, sin una línea precisa, no es nada? Pues en eso se ha convertido, en la mayoría de los casos, la política italiana: en nada, en coloridos alfileres para las solapas de la chaqueta. Sin credibilidad. Contenedores vacíos que se llenan con palabras y, a veces, ni con eso siquiera. A veces, son incapaces de utilizarlas.
Cuando la política se convierte en eso, las mafias han triunfado. Porque nadie, excepto ellas, son capaces de proporcionar certezas: de un trabajo, de un sueldo, de una colocación. Certezas que se pagan, obviamente, con la obediencia a los clanes. Es terrible, pero hay que tratar con quien facilita respuestas. Con quien paga el salario, el abogado. No son tiempos para moralismos, poco importa si hay que mancharse las manos. Sólo cuando la política deje de parecerse al poder mafioso -menos cruel, claro, pero también menos fuerte y sólido-, sólo cuando deje de ser identificada con favores, intercambios, compra de votos, trueques de moral, será posible una alternativa auténtica y triunfadora. Incluso en los pueblos dominados por las mafias son posibles las alternativas. Lo son ya los comerciantes que no se doblegan, lo son ya quienes resisten, cada día.
Por lo demás, es fundamental entender que las mafias son un problema internacional que hay que combatir internacionalmente. Italia no puede triunfar sola. Las organizaciones criminales están modificando las estructuras políticas de países de medio mundo. En Estados Unidos se incluyen los carteles criminales italianos entre las primeras causas de contaminación del libre mercado mundial. Si México se ha convertido en una narco-democracia, la nuestra puede llegar a ser, si no lo es ya, una democracia con capital camorrista y de la 'ndrangheta. En Italia, en cambio, seguimos creyendo que la crisis es exclusivamente un problema relacionado con el trabajo, con una disminución de la oferta y la demanda. No hemos comprendido aún que salir de la crisis significa buscar alternativas a la economía criminal. Y no basta con la militarización del territorio, con la confiscación de bienes. Hay que atajar la corrupción, las colusiones, los acuerdos bajo cuerda. Hay que poner freno al chantajismo de la política, y como si fuera un cáncer, buscar por doquier sus proliferaciones.
Si no conseguimos garantizar la regularidad de las elecciones, creo lícito pedir ayuda a la ONU, a la Unión Europea y a la OSCE, para que sigan esta campaña electoral, que ha tenido lugar con absoluto desprecio de toda regla, desde la presentación de las listas a la forma de adquirir votos. Aceptar esta solicitud sería una señal fortísima. No un grito de miedo, de terror o de alarma, sino un arrebato de orgullo, una clara toma de posición en favor de la legalidad, para asegurar que la opinión de los ciudadanos será escuchada. Que votar no es inútil, que el voto no se regala por 50 euros, un curso de formación o unas facturas pagadas. Que la política no es sólo un intercambio de favores, un astuto atajo para obtener algo que sin pagar al poder sería imposible conseguir. Que permanecer en Italia, vivir y participar es necesario. Que la felicidad no es un sueño de niños, sino un horizonte de derecho.
Roberto Saviano, escritor italiano, es autor de Gomorra. © 2010 Roberto Saviano/Agenzia Santachiara. Traducción de Carlos Gumpert.
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