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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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De perdidos al libro

Manuel Rodríguez Rivero

Cada día tiene su afán, cada época su angustia. Todavía están recientes las películas catastrofistas que marcaron hace unos años el cine de Hollywood, que sigue siendo el más eficaz diseminador de contenidos de la cultura popular; sus mayores bazas fueron entonces volcanes en erupción, devastadores terremotos, meteoritos de trayectoria letal, cataclismos arrasadores, mutaciones climáticas que amenazaban con reducir la Tierra a gélido páramo o abrasado desierto. El espectáculo de la catástrofe que dará inicio al fin del mundo ha seducido a los grandes estudios desde la última carnicería global, cuando Hiroshima y Nagasaki vinieron a certificar que la panoplia de hecatombes posibles (e imaginables) era proporcional al crecimiento de las ansiedades provocadas por la inseguridad de nuestras sociedades y la fragilidad del planeta.

Las películas de catástrofes parecen haberse centrado en lo que queda tras el fin del mundo, cuando ya (casi) todo haya acabado

En los últimos años -y tras el prolífico interludio de máquinas inteligentes y asesinas dispuestas a acabar con la civilización y de monstruos alienígenas capaces de incrustarse en nuestros cuerpos para destruirnos-, las películas de catástrofes parecen haberse centrado en lo que queda tras el fin del mundo, cuando ya (casi) todo haya acabado. No es algo nuevo, en todo caso: ahí está, entre otras, la saga Mad Max para demostrar que ya había vida (incluso cinematográfica) después de la catástrofe postrimera.

Los supervivientes del apocalipsis caminan siguiendo las carreteras. Se dirigen obstinadamente al sur o al oeste, donde quizás les aguarden mejores condiciones de vida. Del mundo por el que peregrinan, oscurecido por las cenizas o abrasado por un sol sin diques de ozono, ha huido toda esperanza. En su deriva se las ven con otros supervivientes, generalmente hostiles -caníbales hambrientos, vampiros mutantes, depredadores semihumanos-, que se matan por cosas que, antes de la última hecatombe, "se tiraban a la basura": no se les concedía valor, se daban por supuestas.

En El libro de Eli, la (decepcionante) película de los hermanos Hughes que se incorpora al nuevo subgénero de las post-apocaliptic road movies, la mercancía más codiciada por los náufragos de la civilización es, precisamente, el libro. En realidad, no uno cualquiera, sino el Libro de los libros, la Biblia. El supervillano Carnegie (Gary Oldman), convencido supersticiosamente (no me pregunten por qué) de que quien lo posea tendrá todo el poder, envía a sus sicarios a buscarlo entre los restos de la civilización desaparecida. Infructuosamente, porque nunca se encuentra entre los que rescatan, ya que todos los ejemplares de la Biblia han sido destruidos. Todos menos uno, el que atesora el superhéroe Eli (Denzel Washington), empeñado en llevarlo al oeste para que otros (buenos) supervivientes puedan alcanzar la sabiduría.

Sintomático y curioso que sea el libro el objeto más codiciado en un mundo en el que no hay de nada. Me pregunto si en este motivo cinematográfico no tendrá algo que ver el aprovechamiento de la cada vez más extendida sensación (inducida interesadamente) de que el libro virtual ha convertido al físico en una especie de pintoresca rareza, en un vestigio del pasado. No les voy a desvelar la película, pero en ella hay un homenaje implícito al Fahrenheit 451 (1953) de Bradbury. Como recordarán los que la leyeron (o vieron la película de Truffaut), cuando el bombero Montag (que, por cierto, se sabe de corrido el Apocalipsis) llega por fin a la reserva de los hombres-libro, donde cada individuo guarda en la memoria un hito de la cultura escrita ("Nunca juzgues un libro por su cubierta", bromea alguien), el mundo puede empezar a reconstruirse. El libro, por tanto, como consuelo y esperanza, pero también como fuente de poder, tal como aseguraba el lema ("Un libro ayuda a triunfar") de cierta prehistórica campaña de animación a la lectura. Quizás el planeta, como profetizaba Eliot en el poema Los hombres huecos, no acabe con una explosión, sino con un gemido. Será cuando ya no haya libros.

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