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Columna
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Ciudad mísera y confiada

Siguen pasando penurias durante los cuarenta y los cincuenta. Terminó la guerra mundial y sigilosamente se arreglan cuentas con los conocidos y vecinos y enemigos personales, aunque la gente propende al olvido de las miserias, sobre todo cuando la mayoría tenía escasos motivos para recordar tiempos felices.

En esta pequeña tanda de crónicas rememorativas intento ser lo más imparcial, declarado su carácter subjetivo. Para quienes todo lo ven gris sucio o negro, viví una experiencia que no he contado. Sería el año 1941 y, consecuente con la independencia que había asumido al encontrarme solo en una de las zonas, habitaba un pequeño hotel, desaparecido hace tiempo, en la calle de Velázquez, creo que esquina a la de Ayala o Don Ramón de la Cruz. Pagaba el alquiler organizando guateques estudiantiles y una noche, tarde ya, me despertaron fuertes golpes en la puerta. Dos individuos me requerían para comparecer en determinado lugar, un piso en la calle de Lagasca o Claudio Coello. Me recibió, sin levantarse, un sujeto al que identifiqué, pues sus fotografías salían con frecuencia en la prensa. Era el camarada David Jato Miranda, que luego dirigiría el EU y que, por lo que veía, capitaneaba una especie de checa de Falange. A las tres de la madrugaba deseaba saber por qué y quién me enviaba el boletín que editaba la Embajada británica. También yo hubiera querido estar enterado pues, en efecto, alguien se tomaba la molestia de remitírmelo, aunque desconocía el idioma inglés. Me costó algún esfuerzo, no exento de temor, convencer al chequista de que yo era un ex combatiente nacional, sin concomitancias diplomáticas ni internacionales. Salí de aquélla y lo menciono, tras un esfuerzo de meninges, para abundar en el convencimiento de que las secuelas de una guerra son peligrosas para ambos bandos.

Y estaban, claro que sí, las floristas por la calle de Alcalá vendiendo nardos por algo más de un real

Reseño un hito sanitario que tuvo cierta influencia: el remedio de algunas enfermedades venéreas, verdadero azote social, ya que se transmitían a los cónyuges y tenían las naturales secuelas en la descendencia. Rara era la familia donde alguno de sus miembros no estaba afectado por la sífilis o las gonorreas. Aunque descubierto el remedio a principios del siglo XX, no se generalizó hasta el 35, más o menos. Un bactericida poderoso, las sulfamidas, que liberaron a millares de hombres de los penosos tratamientos con permanganato y el torturador uso de cánulas dolorosas, pequeño dato, casi a pie de página, de la historia, pero que contribuyó a compensar a las nuevas generaciones de plagas que sufrieron las precedentes. Lo menciono como curiosidad.

También el atuendo indumentario cambiaba. El sombrero aún era usado incluso como declaración de principios. Los hombres afligíamos nuestras pantorrillas con las ridículas ligas que mantenían los calcetines lisos. Las camisas utilizaban los cuellos postizos, que se aplicaban con pasadores de metal, hueso o marfil, en la nuca y la garganta, dando la impresión, complementada con los puños de repuesto, de que se iba correctamente aseado.

Las mujeres comenzaron a verse libres del suplicio del corsé con el invento de la faja, al principio de goma, lo que exigía, como antes, una camisola corta para evitar el roce y el sudor de la piel. Y medias. Medias con costura, invento erótico que no ha tenido parangón ni sido ventajosamente sustituido por los cómodos panties. Se sujetaban a la antedicha prenda o prendidas al estupendo invento del liguero, dicho sea como opinión personal, de la que ni siquiera estoy muy seguro. El sombrero femenino fue complemento indispensable y eran asumidos los sacrificios precisos para estrenarlo en bodas o eventos sociales, en cualquier estamento, conjuntado con los guantes y los zapatos. El traje de menestrales, obreros o modistillas quedó para las zarzuelas y era profesión de numerosos practicantes la de sastre y modista. Llegaron, hacia los cincuenta, los vestidos de confección y, hasta entonces, se hacían a medida, mejor o peor cortados, según el arte del alfayate o la costurera. En cualquier hogar de clase media se contaba con la cooperación de una fija, a la que se compraba una silla baja, al parecer más cómoda para su trabajo: remendaban los calcetines, las coderas, y cualquier prenda que justificara aquella actividad. En el costurero de toda mujer figuraba un huevo de madera, de marfil, de pasta o de no importa qué materia, para coger los puntos de las medias, delicado trabajo tejedor universalmente conocido. Poco a poco de ello se encargarían las mercerías, comercio que resiste con un futuro escasamente optimista.

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Faltaban muchas cosas y se procuraba la supervivencia de los escasos bienes poseídos. En aquellos años de vacas flacas era una gloria, en los claros días de la primavera, ver pasear a las muchachas, trabajadoras, estudiantes o hijas de familia, elegantes y marchosas con las cuatro perras que podían destinar a su adorno. Se utilizaba, con mesura, el lápiz de labios y el oscurecimiento de los ojos. Y estaban, claro que sí, las floristas por la calle de Alcalá vendiendo nardos por algo más de un real.

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