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Reportaje:

Bill Clinton en zapatillas

Javier Rodríguez Marcos

Una medianoche de septiembre de 1993, Bill Clinton dio instrucciones a su consejero de seguridad, Anthony Lake, para que llamara al embajador de Israel en Washington: "Quiero que esperes por lo menos una hora. Que sea lo suficientemente tarde para estar seguro de que le despiertas, porque entonces se dará cuenta de que es importante. Dile a Rabinovich que el presidente está preocupado por las informaciones sobre que el primer ministro cree que no va a ser bienvenido. Dile de la forma más enérgica posible que por supuesto que será bienvenido, y que creo que es una buena idea que venga".

Clinton había ganado las elecciones presidenciales el 3 de noviembre de 1992 y menos de un año después preparaba la Casa Blanca para la firma del tratado entre israelíes y palestinos macerado durante las conversaciones de paz de Oslo. De ellas había salido una declaración de principios en la que las dos partes reconocían mutuamente su existencia por primera vez, la OLP se comprometía a ocuparse de la seguridad en los territorios ocupados e Israel les concedía cierta autonomía. La ceremonia estaba fijada para el 13 de septiembre, pero corría el riesgo de quedar descafeinada por las exigencias de ambas partes. Hicieron falta ensayos y horas de diplomacia de pasillo para orquestar el espectáculo que culminó con el apretón de manos entre Isaac Rabin y Yasir Arafat con Clinton guardándoles las espaldas en el jardín.

Clinton ironizaba con que por primera vez ganaba más que Hillary
Con israelíes y palestinos acordó un gesto de amistad que no ofendiera a nadie
Le aconsejaron no sonreír con el líder chino; lo podía interpretar como ofensivo
Le dolió que el fiscal del aso Lewinskyusara la palabra sexo 500 veces

Los miembros de su gabinete habían aconsejado al presidente que, ante el incierto futuro de los acuerdos, mantuviera un perfil bajo y limitara la ceremonia a la categoría de los ministros de Exteriores que iban a firmar el documento. Así, el compromiso quedaría por escrito, pero sin el simbolismo de los dos líderes máximos. Clinton, sin embargo, insistió en que ese simbolismo era fundamental y lanzó su cebo por el camino de en medio diciendo que cada parte podía enviar al representante que quisiera. "Eso dio a Arafat un espacio lo suficientemente grande como para meter por él un camión", recordó más tarde Clinton.

El camión era él mismo: el líder de la OLP dijo rápidamente que acudiría, pero Rabin se hizo de rogar, dividido entre la presión que le imponía el gesto del dirigente palestino, que reclamaba un contrapeso de su nivel, y el temor de que una foto con Arafat le pasara factura: las leyes israelíes prohibían entonces cualquier contacto con representantes de la OLP por considerarlos terroristas. La última excusa de Rabin era el temor de no ser bien recibido en Washington, pero Clinton la desactivó con aquella calculada y teatral llamada nocturna de su consejero. "Al fin y al cabo, no tenemos que firmar una paz con nuestros amigos", terminaría diciendo el primer ministro hebreo.

Una vez en la Casa Blanca, y antes de salir al jardín el 13 de septiembre, se instruyó diplomáticamente a los participantes para que pusieran la mano izquierda en el hombro derecho de su interlocutor en un gesto de amistad que, sin ofender a nadie, tuviera un efecto claro: impedir el acostumbrado beso y abrazo de los árabes. Ya antes, las dos partes habían amenazado con irse. Los israelíes, si Arafat llevaba pistola o alguna insignia militar. Los palestinos, si en el acuerdo no se cambiaba "equipo palestino" por Organización para la Liberación de Palestina. Con todo, el penúltimo momento de incomodidad se produjo minutos antes de la ceremonia pública. Ambas delegaciones se encontraron en el Salón Azul, pero sin dirigirse la palabra. Clinton pidió al fotógrafo de la Casa Blanca que dejara la habitación para facilitar un saludo informal y envió al vicepresidente, Al Gore, a romper el hielo. Gore volvió diciendo que Rabin no le había hecho "ni caso". Cuando el propio Clinton trató de presentar a los dos líderes, Rabin se llevó las manos a la espalda y dijo escuetamente: "En la ceremonia".

Clinton recordaría luego que, paradójicamente, los dos líderes transmitieron en sus alocuciones algo distinto a lo que los preliminares parecían presagiar. Mientras Rabin habló en tono de profeta existencialista -"basta de sangre y lágrimas, basta"-, Arafat dejó a un lado su buen inglés para pronunciar un discurso en árabe agarrotado por la impresión que podía causar entre los suyos. Según el presidente estadounidense, al líder palestino le gustaba aparecer en televisión, pero no tenía muy claro para qué. Al israelí le ocurría justo lo contrario.

presidente entre 1993 y 2001, William Jefferson Clinton entró en la Casa Blanca con 47 años y salió de ella con 54. Había derrotado a Bush padre y vio cómo su delfín, Gore, era derrotado por Bush hijo. Desde el primer día de su mandato tuvo un ojo en la historia, o, mejor, en el modo en que la historia pondría sus ojos sobre él. Por eso, antes incluso de tomar posesión, encargó al historiador y periodista Taylor Branch la grabación de una serie de conversaciones en las que él se encargaría de comentar periódicamente los principales acontecimientos de su presidencia. Clinton y Branch no eran dos desconocidos. Ambos habían convivido a principios de los setenta, en los años de lucha por los derechos civiles y de oposición a la guerra de Vietnam. "Alguien que había sido compañero mío de piso y a quien había perdido la pista era presidente de Estados Unidos", dice Branch, experto en el legado de Martin Luther King y consciente de que su gran ventaja era a la vez su gran limitación: "Nuestra amistad truncada hacía que Bill Clinton fuera para mí un misterio mayor que si nunca lo hubiera conocido".

cuando el presidente tenía un hueco en su agenda, Branch recibía una llamada y conducía desde Baltimore hasta la capital armado con dos grabadoras. Terminada cada sesión, el periodista entregaba las cintas a su interlocutor, que las ponía a buen recaudo. "Las grabaciones en la Casa Blanca", admite, "han sido un tema tabú desde que su veracidad sin tapujos expulsó a Richard Nixon del cargo en 1974". Watergate aparte, las muchas cintas que grabaron los presidentes durante la guerra fría siguen "sin conocerse o abandonadas". De vuelta en su coche, a veces de madrugada, Taylor Branch grababa sus propias impresiones de la jornada. De estas últimas ha salido Las grabaciones de Clinton. Lidiando con la historia en compañía del presidente, un libro que RBA publica la próxima semana en España.

Cuenta Branch que su intención ha sido retratar la forma "de presionar, de intentar seducir, de ser presidente" de Bill Clinton, un hombre que en su libro aparece con los grandes de la Tierra, pero también en chándal, ironizando con el hecho de que por primera vez ganaba más que Hillary, corrigiendo los deberes de matemáticas con su hija Chelsea, combatiendo la alergia que le producían los adornos navideños, enfermo de la espalda, devoto del saxofón, los naipes, el baloncesto y el golf -un deporte que aborrece su esposa, que asiste en bata a alguna de las sesiones- y empeñado en sortear su reputación de inculto reflexionando sobre el sida en la película Philadelphia o el Holocausto en La lista de Schindler.

la madre de clinton estaba embarazada de él cuando su padre, alcohólico, murió en un accidente de coche. Por eso siempre ha dicho que los hombres de su familia duran poco. El mes pasado, el ex presidente fue operado con urgencia del corazón y al salir del hospital recomendó hacer deporte y comer sano: "Yo me equivoqué, tomé muchos fritos". Las arterias (y los fritos) le habían jugado una mala pasada justo cuando había sido nombrado enviado especial de la ONU para Haití tras el terremoto de enero pasado. Ese nombramiento sólo sorprendió a los que no conocían el empeño que, contra viento y marea, había puesto en diciembre de 1993 para enviar tropas a la isla destinadas a devolver el poder al presidente haitiano Jean Bertrand Aristide después de que lo derrocara un golpe de Estado.

Clinton se enfrentó entonces a la opinión de buena parte de su propio partido y a la del responsable de la Junta de Jefes de Estado Mayor, el general Colin Powell, quien, "como muchos descendientes de las colonias británicas en el Caribe", opinaba que Aristide era "un visionario aficionado al vudú", y Haití, "un país turbulento de cultura francesa que debía gobernarse con mano dura". Teniendo en cuenta que la última expedición estadounidense, la de 1915, había permanecido en la isla 20 años, el presidente tendría, según Powell, que escoger entre dos males: "Ocupar un caldero en ebullición por tiempo indefinido -quedar atrapados- o salir de allí y ver cómo el país volvía a su pasado autoritario". Haití era, a unas millas de la costa de Florida, "el perdedor por excelencia", pero el presidente Clinton, que había llegado a la Casa Blanca desde el palacio de gobernador de Arkansas, en Little Rock, recordó -con la ayuda de Branch, amigo de Aristide, y de su mala conciencia de sureño- la cuarentena a la que Estados Unidos había sometido a Haití para proteger la esclavitud en los Estados del Sur después de que, en tiempos de Napoleón, la revuelta de los esclavos pusiera patas arriba la que entonces era la colonia más rica de Francia, que en aquel tiempo producía el 40% del azúcar mundial.

Clinton, que dejó el poder con un superávit histórico y con la aprobación más alta en las encuestas de un presidente desde la Segunda Guerra Mundial, conocía sus dotes de seducción y no estaba acostumbrado a perder. Por eso le dolió embarrancar, igual que Obama, en una reforma sanitaria en la que se había volcado la propia Hillary. Por eso también le desconcertó chocar con un gigante que empezaba a despertar de su letargo: China. En un encuentro privado con Jiang Zemin, el líder chino le leyó un discurso sobre la gloriosa historia de su país y sobre la locura de tratar de influir en sus asuntos internos. El monólogo duraba tanto que Clinton interrumpió a su interlocutor para, usando frases directas y "todo el encanto" del que fue capaz, invitarle a hablar de algo tan concreto como prohibir la exportación de artículos fabricados por mano de obra cautiva.

Cuando el estadounidense terminó, el chino reanudó su discurso como si nada. Los funcionarios de protocolo habían además advertido a Clinton que nunca sonriera en presencia de Jiang para no dar la impresión de que insultaba a China con una familiaridad excesiva. El presidente vio neutralizado así lo que él mismo llamaba su "instinto" para tratar con sus homólogos, para superar las trincheras de la retórica y buscar algún vínculo personal que le permitiera crear un ambiente favorable.

En una ocasión, tras cenar con Borís Yeltsin y comprobar que el alcohol era "algo más que un problema pasajero" para el dirigente ruso, éste declaró a la prensa que le había gustado reunirse con el presidente de Estados Unidos, pero que "para pasárselo verdaderamente bien uno debe estar en presencia de una mujer hermosa". Yeltsin es una pieza estelar en una colección en la que también tiene su sitio de honor Silvio Berlusconi, al que Clinton trató durante la primera etapa de éste como primer ministro italiano y del que le sorprendía la "ingenuidad" que le llevaba a preguntarse por qué la política no era tan sencilla como los negocios. "Pensaba que hasta Perot era más sofisticado que Berlusconi", apunta Taylor Branch comparando a Il Cavaliere con el multimillonario tejano con fama de patán machista que ejerció de tercero en discordia entre Bush padre y Clinton cuando éste resultó elegido.

Para Clinton, el problema central del siglo XX se resumía en una pregunta: "¿Cómo sobrevivirá la libertad ante la presión que recibe en lugares en los que nunca se ha probado?". Para él, Rusia era un problema para Rusia. De China le preocupaba la proyección de su poder hacia fuera. Según él, Jiang Zemin era muy consciente de que su dimensión gigantesca y su rápido crecimiento iban a convertir su economía en la mayor del mundo. Tan claro lo tenía que Clinton le reconoció la posibilidad de tener una cumbre muy diferente 50 años después en la que algún líder chino intentase convencer a un presidente estadounidense de que "reformara" su Constitución con arreglo a la de China.

El tercer presidente más joven en la historia de la vencedora de la guerra fría salió de la entrevista con su homólogo asiático con la idea de que para éste la democracia norteamericana no era más que un "accidente dudoso" en el calendario chino, no un hito en la historia mundial: "Mire", le dijo Jiang, "está muy bien que ustedes tengan toda esa libertad y todo ese dinero, pero ¿qué hacen con ello? Tienen 33.000 homicidios por armas de fuego. Sus ciudades son inhabitables. Sus escuelas no funcionan. Consumen drogas desenfrenadamente y no pueden controlar a su población. ¿Quién puede decir que su libertad merece la pena a cambio de todo eso?".

hasta aquella ducha fría china, Clinton consideraba que uno de los grandes fracasos de su presidencia había sido su incapacidad para levantar el embargo de armas a Bosnia durante la guerra de los Balcanes. De hecho, en la grabación de sus charlas con Taylor Branch critica con dureza el doble rasero de los países europeos, con Francia y el Reino Unido a la cabeza. En público justificaban su oposición a levantar ese embargo por motivos humanitarios, es decir, sosteniendo que aumentar el número de armas sólo serviría para aumentar el baño de sangre. En privado alegaban que una Bosnia independiente sería algo "antinatural", el único país musulmán en Europa. Su único aliado era el canciller alemán Helmut Kohl, su mejor amigo entre los mandatarios extranjeros -"el viejo tío holandés" de Clinton, se llamaba a sí mismo- hasta que lo desbancó en el puesto el rey Hussein de Jordania. El problema era que Alemania no tenía asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU, cuyo secretario general de entonces, Butros-Ghali, compartía la "sangre fría" de los dirigentes europeos, que, además, en las reuniones de la OTAN veían con recelo el apoyo sin reservas de Clinton a Javier Solana.

Pese a todo, en el exterior, su don de gentes le había sido de gran utilidad en sus visitas a los países del antiguo bloque soviético para no levantar demasiadas suspicacias en el Gobierno ruso (transformó el G-7 en G-8 para evitarle a Rusia la incomodidad de verse como una antigua potencia postergada), en su mediación entre israelíes y palestinos o entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte. Durante su mandato, de hecho, se firmaron los acuerdos de Viernes Santo, que empezaron a desenredar la madeja norirlandesa. La comparación entre ese éxito y el fracaso en Oriente Próximo después del avance de Oslo llevaron a Clinton a elaborar una particular teoría sobre los procesos de paz. En su opinión, éstos se dividen en costras y abscesos. Una costra, decía, era una herida con una postilla protectora que podía sanar con el tiempo y unos cuidados sencillos. De hecho, si se tocaba demasiado se podía reabrir la herida y causar una infección. Un absceso, en cambio, empeoraba de forma inevitable si no se hacía una intervención dolorosa pero sanadora: "Oriente Próximo es un absceso. Irlanda del Norte es una costra".

El servicio secreto llamaba a Clinton POTUS (President Of The United States) y así lo llamaba irónicamente también su esposa a veces. En enero de 1998, una bomba estalló entre ambos y puso a Clinton al borde de la destitución: la bomba se llamaba Monica Lewinsky, la becaria de 24 años que refutó la declaración en la que el presidente de Estados Unidos negaba haber mantenido relaciones sexuales con ella. El caso Lewinsky formaba parte de una lista de affaires en la que había otros nombres como los de Gennifer Flowers o Paula Jones. La diferencia es que ahora él vivía en la Casa Blanca. Después de negarlo todo durante meses, el 17 de agosto, Bill Clinton prestó declaración durante cuatro horas por videoconferencia ante el gran jurado: "He engañado a varias personas, incluida mi esposa. Me arrepiento profundamente". Hillary estaba furiosa y le dijo a su marido que era él el que tenía que contárselo a su hija Chelsea.

Taylor Branch apunta que Clinton se quejó de que en el informe del fiscal se usaba la palabra sexo 500 veces: "El informe de Starr selló su humillación con voluminosos detalles de sus intercambios sexuales: los manoseos furtivos en el Despacho Oval, el vestido azul manchado de semen, el cigarro apagado dentro de la vagina". El caso Lewinsky es tal vez el momento más delicado de la relación entre el historiador y su protagonista. "Con cautela le pregunté si quería hablar de Lewinski con las grabadoras en marcha", recuerda Branch. "Dijo que sí. Las pruebas desplegadas ante el gran jurado eran especialmente parciales, porque no le habían permitido poner en tela de juicio ninguna de las acusaciones. Mencionó una afirmación de Lewinsky de que había comido con Hillary. No era verdad. Y otra de que en una ocasión había correteado desnuda por el Despacho Oval. No era verdad. También señaló que Starr había estado todo el año amenazando a Lewinsky con la cárcel por haber negado bajo juramento la relación. Si Clinton hubiera dicho cualquier cosa sobre la relación, Starr podría haberle convertido en testigo contra Lewinsky, con lo que habría traicionado el discreto silencio de ella. Estas sutilezas me parecieron originales, pero también tendenciosas. El presidente no alegó en ningún momento la caballerosidad como motivo real de sus constantes negativas, ni refutó que en lo esencial el relato de Lewinsky fuera cierto".

Un mes después de su declaración, las confesiones de Clinton ante el gran jurado se hicieron públicas y fueron retransmitidas por todos los informativos y pantallas del mundo, incluido el monumental Jumbo Tron de Times Square, en Nueva York. En esa misma ciudad y a la misma hora, el presidente estadounidense era recibido con una ovación de la ONU puesta en pie. Semanas antes, dos atentados suicidas contra las embajadas norteamericanas de Kenia y Tanzania habían matado a 220 personas y herido a más de 4.000. Para Clinton, que había sido advertido por lo servicios de inteligencia de los posibles atentados, el responsable de aquellos ataques, Osaba Bin Laden, guardaba un inquietante parecido con los malos de las películas de James Bond. Así, "era una presencia internacional sin lealtad a ningún Gobierno, con una enorme fortuna personal y una red de agentes en numerosos países, incluido el nuestro". Faltaban tres años para el 11-S y la apostilla de Taylor Branch también parece de película: "Todo esto me resultó completamente nuevo". Poco después apagó la grabadora.

El libro ?as grabaciones de Clinton. Lidiando con la historia en compañía del presidente?(RBA) sale a la venta el próximo jueves, 18 de marzo.

Seductor y sonriente. Dos de sus principales rasgos. Así se muestra en este retrato en el Despacho Oval de la Casa Blanca
Seductor y sonriente. Dos de sus principales rasgos. Así se muestra en este retrato en el Despacho Oval de la Casa BlancaROBERT NCNEELY

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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