Y algo de cultura...
No todo va a ser hedonismo. Marraquech, fundada en 1062, es pura historia. Los 16 kilómetros de muralla, coronados por perezosas cigüeñas, son un monumento recorrible. La emblemática mezquita Koutoubia no se puede visitar si uno no es musulmán, pero merece la pena acercarse para contemplar su arquitectura marroquí-andalusí. Más grande y antigua es la mezquita Alí ibn Yusuf, del siglo XII, aunque reconstruida en el XIX, que está junto a una madraza, a la que sí se puede entrar. La kasbah, el barrio de la realeza, alberga las ruinas del Palacio el-Badi y las recargadas tumbas de los príncipes saadíes. Y en el mellah, donde viven algunos de los 238 judíos que quedan en Marraquech, se pueden visitar las desubicadas sinagogas.
Un oasis blanco: el Palais de la Bahía, denominado "el brillante" por su lujo. En sus habitaciones, ahora vacías, vivieron en el XIX el visir Bou-Ahmed, sus cuatro esposas, sus 24 concubinas y su consecuente progenie. Para hacerse una idea de la riqueza con que fueron decoradas en su día, el museo Dar Di Said alberga una colección de alfombras, lámparas, joyas, vestidos y demás artes decorativas.
Si se necesita un respiro del barullo de la medina, Marraquech tiene más jardines que cualquier otra ciudad marroquí; del exquisito y vibrante Jardín Majorelle -creado en el siglo XX por el pintor Jacques Majorell y propiedad de la fundación Pierre Bergé Yves Saint Laurent- al inmenso olivar Menara, proyectado por los almohades en el siglo XII.
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