Cómo era Madrid
Es posible que sirva de algo -al menos, entretenimiento- comentar cómo fue esta ciudad hacia los años 50 del siglo pasado. Si yo fuera un hispanista anglosajón lo tendría claro: hemeroteca, archivos, autobiografías, copas en alguna taberna típica pulsando qué cariz me proponía darle para recibir subvenciones y acometer la empresa con la tozudez con que estos abnegados escritores intentan ganarse la vida. Carezco de ese afán voluntarioso para entender lo que me es ajeno y, en la medida que pueda, intentaré verter en estas columnas lo que me sé de memoria. Como entre la mayoría de los viejos, suele ser más vivo cuanto más atrás traemos por los pelos el recuerdo. Así pues, quedará en una gavilla de estampas, sucesos, algo de ambiente y manera de rememorar la propia vida. O sea, lo que tengo por cierto, aunque a veces confunda lo vivido con lo deseado.
Aquellas mansiones de casi 180 metros cuadrados sólo tenían un cuarto de baño
Los españoles de ese período estuvimos marcados por el hachazo de la Guerra Civil, de la que apenas hablaré, por respeto al hartazgo de mis contemporáneos acerca de tan poco grata efemérides. Como es insoslayable la mención, diré que en el 36 tenía 17 años y me encontraba en Berlín, exiliado en cierto modo, pero no esperen referencias sobre los juegos olímpicos que en aquellos momentos se estaban celebrando, pues mis recursos eran muy cortos. Escogí bando, sin saber que aquello era una guerra, y ahora, casi tres cuartos de siglo después, me pregunto si estuve acertado. Cuanto sé de la otra zona es por referencias.
Lo que hasta ese tiempo pasé era acorde con mi tierna edad, una niñez y adolescencia relativamente tranquilas, el bachillerato por los pelos y un montón de tropelías que no hubiera tolerado a cualquiera de mis hijos. Con benevolencia podría tachárseme de travieso, aunque en mi joven biografía hay que contar con una estancia en el Reformatorio de Santa Rita y otra en el oficial, que creo que se llamaba Príncipe Alfonso, en plena República. Es muy posible que aquellas dos experiencias me apartaran de la senda delictiva y que los soportables trabajos corporales y disciplina enderezaran la existencia de algunos chicos malos. Me preocupaban más las muchachas, las primeras cervezas con los amigos y algunas incursiones, en solitario, por los infectos cabarés de la época.
Pertenecí a una clase media emergente, gracias al titánico esfuerzo de un padre, médico, y a la sabiduría contable de la madre. Por la profesión paterna y los siete hijos que había que sacar adelante vivimos en amplias casas, en el barrio del Retiro y después en el de Salamanca. No se hagan ilusiones; aquellas mansiones, de casi 180 metros cuadrados sólo tenían un cuarto de baño y no se escapaban de las chinches veraniegas. Los madrileños menos afortunados se consolaban con el buen humor, divirtiéndose en las frecuentes verbenas, junto a la mesa camilla, el brasero en invierno y, llegados los terribles calores estivales, refrescaban el agua en el botijo y adquirían un horrísono grillo encerrado en su jaulita con una hoja de lechuga. Los más pudientes veraneaban en Miraflores y a El Escorial sólo se iba para contemplar el Monasterio y huir espantados de la lineal y majestuosa arquitectura.
Los ricos -que eran pocos- celebraban las vacaciones en Biarritz, San Sebastián, o Santander, donde residenciaba la Corte ociosa. El litoral, con pocas excepciones, era paupérrimo. Los madrileños y españoles en general, si tenían temple, salud y aspiraciones, abandonaban el escuálido solar patrio en busca de la fortuna, como hace todo el mundo. No es cierto que se huyera del hambre; un mendrugo siempre había, mojado en gachas o caldo, y el débil o enfermo moría en los hospitales públicos. Echaron al Rey, yo tenía 12 años, estaba en cuarto de bachillerato y el acontecimiento fue recibido con general jolgorio y expectación que, según recuerdo en los años posteriores, fue plenamente decepcionante, digan lo que digan. La política me traía sin cuidado; con mucha frecuencia se veía a los guardias sacudir estopa y a los peatones caminar con los brazos en alto.
El pueblo hacía lo de siempre: trabajaba si tenía en qué, se enamoraba, traía hijos, penas, miedo, alegrías y quizás inquietud por el futuro. Mucha gente esperaba de la República un cambio para bien. Y lo hubo, pero los políticos se las arreglaron para enredarlo todo. Les tendré informados de lo que me acuerde.
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