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Columna
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Nuestros cerebros sociales

Declaro solemnemente que comparto el entusiasmo de gran número de internautas por las facilidades que la Red nos ofrece y soy partidaria del intercambio de ideas y experiencias, lo que me lleva, a menudo, a bucear en Internet para descubrir posicionamientos iguales o contrarios al mío.

En un blog favorable a las nuevas tecnologías y a la libre circulación de ideas, leo un post titulado ¿Qué son las obras intelectuales libres?, cuyo comienzo es: "Hoy hemos sabido por la prensa que quizás Rowling habría tomado alguna de las ideas que inspiraron a su mago adolescente de una obra preliminar. En principio, nada punible si no fuera porque ella misma se empeñó en perseguir judicialmente a todos los adolescentes que pretendieran generar obras derivadas a partir de una idea que ella misma tomó prestada".

Construimos nuevos universos mentales a partir de los que conocemos, lo que no exige renunciar a la propiedad intelectual

Desde luego, Rowling y cualquier otra persona en el mundo, ya se dedique a la política, a la creación artística, a la investigación científica, a los experimentos culinarios, a crear páginas web o al cultivo de plantas ornamentales, por poner sólo algunos ejemplos, parte del conocimiento previo acumulado a lo largo de siglos por los seres humanos que le han precedido. Dicho de otra forma, somos la única especie capaz de aprender más de la experiencia de los demás que de la nuestra propia, tal como enunció el psicoanalista Malcolm Slavin después de haber trabajado intensamente con Robert Trivers, biólogo evolucionista.

Mientras el progreso en las demás especies animales se produce de forma accidental a través de mutaciones genéticas que requieren centenares de miles de años, el progreso humano es muy rápido y adaptativo gracias a esa transmisión de experiencias. Y no sólo eso, sino que los cerebros humanos son órganos muy plásticos, que incorporan modificaciones físicas a partir del aprendizaje. Es decir, que cambian como resultado de la evolución cultural: son cerebros sociales.

Eso es lo que permite que el neurobiólogo Javier de Felipe declare: "Si cogiéramos a un niño actual y lo pusiéramos en la edad de piedra no aprendería nada. Ni Einstein habría sido Einstein así".

Efectivamente, en el Paleolítico Einstein no habría podido enunciar la teoría de la relatividad, ni Rowling escribir la saga de Harry Potter, ni un diputado o diputada del Congreso hacer ninguna de sus intervenciones: habrían carecido del abono previo.

Y es que el conocimiento humano es incremental, por lo que se puede comparar a un andamio gigantesco. Pretender llegar del nivel 0 al 200 de un salto (Einstein en el Paleolítico) es un disparate; mientras que ese mismo andamio, subido piso a piso, resulta practicable. Sólo después de Platón y la democracia griega y Maquiavelo con su príncipe y la Revolución Francesa y la Declaración Universal de los Derechos Humanos puede, por ejemplo, una ministra española actual desempeñar su cargo como lo hace. Otro ejemplo: la neurobiología del siglo XXI no tendría nada que decir si Ramón y Cajal no hubiera descubierto en el siglo XIX cómo se conectan las células nerviosas.

Así que todos y todas somos Rowling: no copiones, sino constructores de nuevos universos mentales a partir de los que nos son conocidos. Y, sin embargo, ésa no es razón para que renunciemos a la maternidad de nuestras ideas, es decir, a la propiedad intelectual, ni que dejemos de cobrar por ellas.

Considerar una obra intelectual libre y, por tanto, disponer de ella cuándo y cómo guste no es competencia del usuario, sino del autor. Habrá quien quiera poner su creación a disposición de la ciudadanía. Pero habrá también quien se reservará el derecho a seguir cobrando por su trabajo, sea en política, sea en ciencia, sea cultivando el campo (por cierto, las semillas son más antiguas que las ideas).

Y todavía es más comprensible que alguien que ha creado una obra ejerza su derecho a la propiedad intelectual si quienes la utilizan sin permiso, además, la desnaturalizan. Sería el caso, por ejemplo, de un personaje feminista al que convirtieran en Barbie descerebrada.

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