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Columna
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La limpieza de tu puerta y tu fachada

Los graffiteros de Madrid no parecen estar contentos con la concejal de Medio Ambiente por haber endurecido el castigo de los que manchan a capricho los muros de esta ciudad. Y para castigar a Ana Botella, ahora que el abusivo impuesto sobre la basura tendría que obligar al Ayuntamiento a limpiarnos hasta los portales, van reproduciendo su imagen en las puertas y paredes de nuestras casas, con lo que logran convertir su protesta contra la edil en un castigo al vecino paciente.

Es evidente que Botella no simpatiza con este tipo de expresión artística, y que de su indignación por los gastos de limpieza que origina, compartida muy de cerca por los madrileños que cada mes han de repintar las puertas de sus fincas, es fácil concluir que no le entusiasma el arte callejero ni está dispuesta a proponerle a la Concejalía de las Artes la promoción de sus creadores. No consta su admiración ni por el joven griego que en los años sesenta se dedicó a firmar en las paredes de Nueva York ni por los mensajeros neoyorquinos que le emularon estampando su firma por doquier. Tal vez entienda poco el éxito de Keith Haring como un pionero guerrillero del aerosol y seguro estoy de que carece de sensibilidad para entender la capacidad transgresora que al ritmo de hip-hop supuso esta manera de que el espacio limpio fuera invadido por el graffiti. Lo único que quizá puede hacer que la concejal se detenga a pensar sobre el valor de la obra de estos indómitos urbanitas, que un día se creyeron desaparecidos y fueron animados a volver, es que en las subastas de arte algunos de sus más notables creadores logren hacerse con sumas tan importantes como lo más granado del arte contemporáneo. Y es lógico que esta circunstancia la haga reflexionar, no sólo porque pueda encontrarse entre la gente a la que el dinero se lo explica todo, sino porque trate de entender, tal vez con dificultad para conseguirlo, el rendimiento económico de la transgresión.

Los 'graffiteros' logran convertir su propuesta contra Botella en un castigo al vecino paciente

Aunque quizá en el empeño por hacerse un porvenir de los graffiteros madrileños que impiden que la puerta verde de mi portal sea de cualquier color menos verde encuentre ella la explicación a tanta guarrería. Miren por dónde podría relacionar Botella esta necesidad de ensayar trayectorias artísticas en nuestras paredes con el extenso número de parados y en consecuencia con Zapatero para que también sea el culpable de tamaño deterioro. Desde este punto de vista su correligionaria, Esperanza Aguirre, no dudaría en rentabilizar el fenómeno del graffiti como una acción de jóvenes emprendedores, ignorando siempre que la crisis sea cosa suya. Puesta en jarras, como suele, ha entendido que en los Goya "no se habló de crisis porque les han dado 89 millones". ¡Toma ya! Es decir, que entiende que en los Goya se promueven campañas electorales si los pesebres de la industria cinematográfica son atendidos y ha echado ella en falta en el guión de Buenafuente el argumentario del Partido Popular. Aguirre entiende así que la crisis no es un drama, sino una baza electoral. Estará contenta con Arco, pues, pero no porque se le conozca pasión por el arte contemporáneo, sino porque la crisis ha estado en el discurso permanente de la muestra, a pesar del lamento de que las administraciones públicas carezcan de presupuesto para adquirir lo que los pocos y empobrecidos coleccionistas no se llevan a sus casas.

Pero esos graffiteros madrileños, amamantados por la cultura popular norteamericana, y que mientras guarrean nuestras fachadas no dejan dormir tranquilos a los numerosos mendigos de Madrid sobre sus transgresores cartones en la calle, no parece que sean un problema de Arco, ni de cualquiera de las otras ferias alternativas, razón por la cual a nivel municipal no es un asunto de la Concejalía de las Artes, sino de la responsable de la limpieza de Madrid, que tan cara nos sale, en este caso la señora Botella. Y no sólo de ella, sino de las comunidades de vecinos que queriendo ejercer la libertad de tener sus fachadas limpias y prescindir del privilegio de convertirlas en espacios de arte dudoso, si es que todavía hay derecho a ejercer la duda sobre la naturaleza artística de algunas manchas, agradecerían a los espontáneos pintores callejeros que dejen de obsequiarles gratuitamente con sus obras en el ejercicio de su libertad y opten por ganarse en las subastas de arte las altas sumas que algunos de sus colegas han logrado. En el Festival de Cine de Berlín se ha exhibido un documental sobre este asunto con un graffitero excepcional como protagonista, un genio llamado Banksy, que a lo mejor ayudaría a Ana Botella y a nuestros vecinos a entender este fenómeno, pero seguro que también a los amenazados ahora con multas por pintar nuestras puertas y paredes, multas que posiblemente supongan un gasto inferior al que nos acarrean a los demás para que nuestras fachadas estén tan impecables como nos dé la gana.

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