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La vida de los otros

Carla Guimarães

Francés, árabe, polaco, turco, húngaro, chino, rumano, portugués... Son muchos los idiomas que se hablan en una pequeña salita de la jefatura de policía de Madrid. Los traductores pasan horas escuchando conversaciones y transcribiéndolas. A veces escuchan cosas muy duras: amenazas, peleas, acusaciones... A veces escuchan a la misma persona que amenazaba hablando con su madre y diciéndole cuánto la quiere. Es un trabajo duro en el que, durante ocho horas al día, se vive la vida de otra persona.

La traductora de rumano es muy católica y en su vida sólo ha conocido a un hombre: su ex marido. Irónicamente, tiene que escuchar cada día las llamadas de un proxeneta a sus chicas. Trabaja para un grupo de la policía que investiga una mafia de trata de blancas. Cuando reproduce las conversaciones en la hoja de escuchas, evita poner palabrotas o jerga sexual, pero a veces no le queda otro remedio y no puede evitar sonrojarse al escribirlas. Al principio le llamó la atención que el proxeneta llamara a todas sus chicas por el mismo nombre: Irina. Después descubrió que Irina era el nombre de su mujer y la idea de llamar a todas sus empleadas así le evitaba problemas en casa.

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La traductora de húngaro fue entrenadora del equipo femenino de natación de su país en los tiempos en que éste obedecía a la extinta Unión Soviética. Hace casi 15 años tuvo que emigrar a España y hace cinco que no va a una piscina: le trae demasiados recuerdos. Su constitución física deja entrever su pasado de deportista, así como el abuso de anabolizantes, algo habitual en aquella época según ella. Había que ganar a los estadounidenses. Pero el cuerpo humano tiene un límite. Y eso no lo ha dicho ella, sino uno de los camellos a quien escucha. Está casada con un español y a veces, cuando regresa a casa, le resulta difícil no comentar lo que ha escuchado. Le gustaría hablar de ello, pero no puede. Nadie debe saberlo. Cuando le preguntan dónde trabaja, siempre responde: en una empresa de contabilidad. A la gente le parece tan aburrido, que ya no pregunta nada más.

La traductora más antigua de la sala es la de turco. Soltera y atractiva, va siempre muy maquillada. Los policías la miran cuando pasa. Tiene un hijo adolescente y hace muchas horas extras para mantenerlo. Como no tiene tiempo para su vida, se pasa el día viviendo la de los demás: los que matan por dinero, los que traen contrabando desde Turquía y los que falsifican tarjetas de crédito. Conoce a todos por su nombre, sabe quiénes son sus padres y lo que dicen por la noche a sus novias antes de dormir. Los entiende, los traduce y los detesta, todo a la vez. La vida no es blanco o negro, dice, pero a veces es demasiado gris.

La traductora de árabe es doctora en Filología y tiene tres hijos. Su marido se queda en casa cuidando de los pequeños mientras ella trabaja. Qué le vamos hacer, ella consiguió empleo antes que él. Conoce todos los tipos de hachís y casi todas las maneras de traerlo a España, a pesar de no haber liado nunca un porro. Un día llegó un poco pálida a trabajar y casi se desmayó. Estaba en ayunas, era época de Ramadán. Le preguntaron si era muy religiosa. Ella respondió que no, que más que religión era una tradición, que tampoco hace falta ser muy católico para celebrar la Navidad, todos los españoles la celebran.

Un grupo de la policía entró por sorpresa en un laboratorio clandestino donde se preparaba kin, una droga china similar a la ketamina. Los policías tenían que coger a los traficantes in fraganti y el traductor pasó toda la noche escuchando llamadas hasta que consiguió localizar el laboratorio. El traductor de chino es el único hombre de la sala, pero no se hace notar. Callado y eficiente, no se quita los cascos ni para comer. Habla español con acento madrileño. Ha nacido y estudiado aquí, no ha ido a China ni siquiera de vacaciones. La verdad es que la echa mucho de menos, y no sabe exactamente por qué.

Todas estas historias son reales, no transcurren en la violenta Baltimore de la serie The Wire o en la antigua Alemania Oriental de la La vida de los otros, sino en una sede policial situada en Cuatro Caminos.

Lo sé de primera mano porque también habité la sala de escuchas durante un tiempo. Era traductora de portugués. Y estaba tan metida en mi trabajo que hablaba de la gente a la que escuchaba como si la conociera de verdad. El otro día pensé en cada una de las personas que conocí en aquella sala, en las historias que he presenciado, en los momentos que hemos compartido y quise dedicarles estas líneas. Son gente que hace en la vida real aquello que tanto nos sorprende en la ficción. Con los cascos puestos y muy atentos, ellos viven la vida de otros sin dejar escapar ni una palabra.

Carla Guimarães es escritora brasileña y reside en España.

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