Sin disfraz
Somos lo que somos y hay que aprender a convivir con ello. Me repetía la frase, tan conradiana, mientras deambulaba melancólicamente por la fiesta de disfraces tratando de aceptar que los sueños, sueños son. Mis expectativas para el tradicional y multitudinario carnaval de mi cuñado en la Casa Vicens eran tan elevadas como los ideales de Lord Jim: había querido, infructuosamente, caracterizarme del personaje de mi novela favorita, ese joven extraordinario perdido por su exceso de romanticismo y por la incapacidad de estar a la altura de lo que se exigía a sí mismo. Esperaba que alguien apreciara la metáfora y, quién sabe, a lo mejor hasta me sacaban a bailar.
Unos días antes había estado en Época para alquilar el disfraz, pero al probarme una chaqueta de oficial de la Marina que lucía doble fila de botones dorados e insignias en la bocamanga y una gorra a juego, lo que me devolvió el espejo no fue precisamente la imagen de Peter O'Toole. No parecía el piloto del Patna, no, sino alguien que llega a la primera comunión muy crecidito. En vez de inescrutable, estaba ridículo. Dejé aquella ropa y regresé al baúl de mis ilusiones jugando con la posibilidad de ser lancero de Bengala, comandante de submarino, húsar, explorador polar, as de caza nocturna o, ya puestos a imaginar, gran amante.
Finalmente, una muerte en la familia convirtió en absurdos e impropios mis deseos de disfrazarme y acudí a la fiesta de paisano. ¡Vaya experiencia! En aquel universo de identidades delicuescentes y travestidas, de indumentarias barrocas y desasosegantes, el raro era yo. Núria Amat me observó con conmiseración desde detrás de su máscara de rey leproso, Francesc Guardans departió conmigo caracterizado de pirata del Caribe mirándome con ojo crítico y Josep Maria Mainat me ignoró majestuosamente mientras paseaba su impresionante disfraz de Reina Madre de Inglaterra. Me entristeció ver a muchos disfrazados de mis anhelos: un Blériot con antiparras que al caerle el bigotito en el gin-tonic parecía el mismísimo Conde Almásy y al menos un par de marinos, Corto Maltés y el teniente naval Pinkerton de Madame Butterfly (fabuloso Fancelli). Incapaz de seguir siendo yo mismo entre máscaras, me refugié el resto de la noche en una habitación sin luz y dejé envolver mi carne expuesta en el misericordioso y aterciopelado disfraz de la oscuridad.