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Columna
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Los bares y el tabaco

Me pregunto dónde quedó la libertad de quienes han muerto porque otros fumaban ante ellos

Vivimos en el país de los bares. Ningún lugar del planeta cuenta con tantos locales donde beber, comer y alternar. Alguien echó la cuenta y sólo en Vallecas salían más bares que en toda Finlandia, y eso que lo calcularon cuando aquel populoso distrito era poco más de la mitad que ahora. Hoy puede que entre Vallecas y Vicálvaro haya más bares que en toda Escandinavia. Y no piensen que aquellos vikingos se quedan atrás en la cosa del beber, lo que sucede es que alternan menos. Ellos se lo beben en casa.

El alcohol aquí es barato, somos un pueblo social por excelencia y esa sociabilidad se manifiesta en los baretos, terrazas y chiringuitos que tan profusamente pueblan la geografía nacional. Desde fuera lo suelen ver como uno de esos exponentes que evidencia lo divertido que es nuestro país, un lugar donde la gente sabe vivir. Esto siempre es discutible, pero lo cierto es que nos gusta mucho salir, y nos gusta a la inmensa mayoría de los españoles, no sólo a los fumadores. Cuesta por tanto entender el pánico que pretenden infundir algunas patronales de la hostelería augurando efectos catastróficos por la prohibición de fumar en espacios públicos cerrados.

Tratar de presentar batalla a una ley de salud pública con el argumento de que pueden perder al cliente que viene a echarse un cigarro con la copa o el café es de una mezquindad difícilmente presentable. El primer dato que deben recordar quienes tanto se espantan por esa restricción es que en España sólo fuma una de cada cuatro personas. Las tres cuartas partes que no lo hacen han de soportar la atmósfera irrespirable de la inmensa mayoría de los locales o abstenerse de entrar en ellos.

La ley todavía vigente ha propiciado que el sector optara masivamente por la permisividad al entender que su cliente más rentable es el fumador y que los no fumadores tragarían. Así ha sido hasta el extremo de convertir los bares y cafeterías de Madrid en auténticos fumaderos donde no cabe la queja aunque te echen el humo en la cara.

Hay millones de españoles que frecuentarían más esos locales si no salieran de ellos tosiendo y apestando. En ninguno de los países europeos donde liberaron de humo los espacios públicos cerrados se han producido efectos negativos para el sector atribuibles a esa circunstancia. Es más, en el Reino Unido fue positivo al incorporar clientes que no pisaban un bar porque no soportaban el humazo. Si el argumento económico contra la norma en ciernes no se sostiene, ese otro que invoca la libertad individual resulta patético. Quienes fumen, porque les gusta o porque no logran desengancharse, pueden ser muy libres de hacerlo y asumir el riesgo de figurar en la lista de los 50.000 españoles que mueren cada año por culpa del tabaco. Pero que el tabaquismo se lleve por delante anualmente la vida de más de 1.500 personas que ni siquiera le dan una calada a un pitillo es una injusticia atroz. Me pregunto dónde quedó la libertad de quienes han muerto porque otros fumaban delante de ellos. Los fumadores pasivos somos todos esos pringaos que respiramos el humo por no discutir con el familiar, el amigo o el compañero. En definitiva, los que tragamos porque no queremos mal rollo con las personas que apreciamos. Y ya me dirán dónde queda también la libertad de los cientos de miles de trabajadores de la hostelería que han de respirar un aire infecto sin opción alguna de eludirlo. La ley ha de acabar con esas situaciones de forma clara e inequívoca. No es de recibo que los intereses mal entendidos de unos empresarios o el politiqueo barato pongan trabas a una reforma que, según las encuestas, apoya entre el 60% y el 70% de los españoles.

Nadie se va privar de tomarse una caña o juntarse con los amigos en una barra porque no puedan fumar. A los adictos les será más fácil dejar el tabaco si así lo quieren y los que no fuman podrán disfrutar de los bares sin respirar alquitrán ni oler a chamusquina.

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