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Columna
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Tambores cercanos

Verán, yo no soy donostiarra-donostiarra. Pero como otros guipuzcoanos que vinieron a vivir a la capital ya de adultos, nunca olvidaré mi primera víspera de San Sebastián. Recuerdo la sensación a las dos de la mañana, a las tres, cuatro, cinco, seis de la madrugada, la incredulidad que me producía ver a cientos, a miles de hombres hechos y derechos, con sus barrigas de cuarentones, cincuentones, sesentones, sus mejillas sonrosadas, sus bigotes y sus barbas, tocando incansablemente el tambor por las calles durante toda la noche. Son como niños, pensé. Adivinaba en sus rostros risueños al pequeño empresario, al empleado de la banca, al agente de seguros, al frutero, al aburrido funcionario que trabajará tan formal en su oficina. Pero, míralos, vestidos absurdamente de soldados del siglo XIX con elegantes uniformes napoleónicos, o de cocineros del siglo XX o XXI, todos mezclados en alegre comunión. Son como niños, vuelvo a pensar muchos años después, sin que haya ningún reproche en esta afirmación. Al fin y al cabo, ¿quién más suele tocar el tambor durante horas y horas, feliz como un regaliz? ¿A quién más le está permitido hacer ruido de noche, sin dejar dormir a la gente adulta que quiere descansar?

Si uno le pregunta a (casi) cualquier donostiarra, le responderá que eso es algo que se "siente", un "sentimiento" por la ciudad, por la gente, por la fiesta que las une. Unas 20.000 personas van a estar el día de hoy tocando el tambor o el barril, casi cinco mil de ellas niños, y ya más de un tercio mujeres. El 10% de la población, nada menos. Y el resto también participará. Aunque no lo quiera, aunque se pertreche en casa con las gruesas ventanas cerradas, a lo largo de las veinticuatro horas la marcha de Sarriegi entrará en numerosas ocasiones en su hogar. Es inútil resistirse: Donostia se convierte en un gran organismo que respira al mismo ritmo, un animal festivo cuyo latido se oye desde cualquier rincón de la ciudad.

Qué razón tenía el bueno de Huizinga cuando escribió aquello de Homo ludens. Tenemos la manía de definir al ser humano como Homo sapiens, el que conoce, o como Homo faber, el que hace, el que fabrica o trabaja. Como si no fuera igual de importante y característico retratarlo como Homo ludens: el que juega, el que se divierte. De una manera u otra, todos los humanos de todas las edades jugamos. Y la fiesta de San Sebastián es un gran juego compartido, amén de un ritual de unión de una comunidad. El juego es una acción libre ejecutada "como si" y sentida como situada fuera de la vida corriente, que transcurre dentro de un determinado tiempo y espacio, y que se desarrolla en un orden sometido a reglas. El juego, sigue Huizinga, absorbe al jugador entre dos polos del estado de ánimo: el abandono y el éxtasis. Pronto "la vida ordinaria" vendrá clamando por sus derechos, es cierto. Pero disfrutémoslo mientras tanto. Somos como niños.

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