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Reportaje:Catástrofe en Haití

Desesperación bajo una colcha

100.000 personas malviven sin nada en los campamentos desorganizados que han surgido en Puerto Príncipe

Antonio Jiménez Barca

La señora sale de debajo de la colcha ensartada en cuatro ramas que le sirve de vivienda, ve al extranjero y dice: "Me llamo Shomy Paul, tengo 38 años, dos hijos vivos conmigo y otros dos muertos que junto con mi marido, también muerto, aún están atrapados en la casa. Pero no encuentro a nadie que me ayude a sacarlos. Gracias". La señora se queda satisfecha y se vuelve a la sombra miserable de la colcha y se acurruca en una esquina, como si contar su desgracia a alguien extraño e impotente le sirviera de algo.

En el campamento improvisado de tienduchas denominado Nancharles, en Puerto Príncipe, cada uno de sus cerca de 6.000 habitantes posee una historia parecida o peor. La Cruz Roja calcula que cerca de 100.000 personas malviven ahora en alguno de estos asentamientos levantados de un día para otro, poblados por gente sin casa y sin nada, repartidos en solares, montículos sin nombre, fábricas abandonadas, plazas céntricas o en los mismos jardines de miembros desaparecidos del Gobierno haitiano.

Mientras desbroza matojos sin fin, un hombre pregunta: "¿Y la comida?"
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En la entrada de Nancharles hay un tipo agarrado a un cuaderno de espiral. Anota a las familias que acuden: cada apellido, un renglón, especificando el número de niños. Al lado, Casandra, una niña de 10 años, enseña una especie de tique de metro que por una cara presenta un apellido pintado a lápiz y por la otra dice en inglés valid one: es el papelito que permitirá a su familia recibir la comida cuando llegue. Su madre le ha encargado que se coloque en la entrada para ser la primera en la cola. Para no perder la ayuda.

-¿Tienes hermanos?

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-Dos, más pequeños.

-¿Vas al colegio?

-Hace mucho que no.

-¿Y tu padre?

-Se fue hace años.

-¿Tienes casa?

-Se hundió en el terremoto.

-¿Qué quieres ser de mayor?

-Doctora.

Dentro del campamento, se oyen sobre todo frases angustiadas y obsesivas relativas a la precaria burocracia de la caótica organización: "¡Que no estoy en la lista! ¡Que no tengo el tique!".

Una señora comprueba en el dichoso cuaderno que, efectivamente, está apuntada y luego explica que tiene dos niños, que su marido salió de casa el martes del terremoto sin decir adónde y que no ha regresado. Su casa se hundió. El inventario de su tienda (de todo lo que tiene) es el siguiente: cuatro colchas que sirven de paredes, tres bolsas con ropa, dos cacerolas y tres garrafas de agua.

De pronto, aparecen miembros de la Cruz Roja haitiana y belga que piden que se forme una cola de un representante por familia, preferiblemente mujeres. Trabajosamente, cientos de haitianas forman en fila. Luego avanzan de una en una. "Pedimos que sean mujeres porque son más responsables y velan por sus niños. Es una manera de garantizar que la ayuda llegará a los más débiles", explica Valérie Batselaere, de la Cruz Roja belga. "El que hagan cola responde a que debe haber un orden. El orden va antes que la entrega", añade.

La primera mujer agarra la primera caja y comprende rápido que no hay comida dentro: una manta, una carpa para protegerse de la lluvia, útiles de limpieza personal, un juego de cacerolas...

¿Y la comida? Un hombre que limpia de matojos un esquinazo del campamento, que ha perdido su hijo y su casa, pregunta lo mismo sin parar de desbrozar: "¿Y la comida?". "La comida llegará pronto", asegura una responsable de la Cruz Roja haitiana.

Una señora cocina un arroz con judías en una perola enorme. En un espacio de 40 metros cuadrados viven 71 personas de una misma familia. Hace mucho calor dentro. En una esquina, una mujer mayor se ducha con un cazo. Hay un limpiabotas que sale todos los días a buscar trabajo y vuelve sin un centavo porque, evidentemente, nadie en Haití puede limpiarse el polvo. Hay un albañil experto en tejados que se ha quedado sin trabajo en una ciudad llena de casas que parecen magdalenas aplastadas de un manotazo.

Nadie sabe ni ha calculado cuántos días o meses o años deberá permanecer ese ejército compuesto de gentes con la vida partida por la mitad pidiendo tiques y haciendo colas, viviendo de la caridad internacional.

Casandra sigue en la entrada. Una periodista joven aparece montada en una moto. La niña sonríe asombrada y pega un codazo admirativo a una amiga.

-¿Por qué sonríes?

-Porque es una mujer. Blanca.

-¿Te gusta?

-Sí.

-¿Por qué?

-Porque es guapa.

Miembros de la Cruz Roja tratan de ordenar las filas de refugiados en el campamento de Nancharles antes de repartir ayuda.
Miembros de la Cruz Roja tratan de ordenar las filas de refugiados en el campamento de Nancharles antes de repartir ayuda.GORKA LEJARCEGI

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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