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Columna
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La oración de la nieve

Vicente Molina Foix

Para que no parezca que somos siempre dogmáticos en la fobia municipal, voy a empezar esta prosa del duro invierno con una loa. En la madrugada del pasado lunes, a las 2.35, y estando yo despierto por prescripción facultativa, vi una imagen conmovedora desde la alta ventana de mi casa: unos operarios del Ayuntamiento echando sal y regando las aceras -naturalmente desiertas a esa hora, con la que estaba cayendo en Madrid- para que usted y yo pudiésemos, a la mañana siguiente, caminar sin peligro de muerte. El domingo, mientras la nevada cuajaba, había yo mismo visto a dos señores deslizándose calle Atocha hacia abajo, sin esquí, y delante del Museo del Prado a una niña de bruces en el suelo por haber querido patinar sin la gracia de un Patinir.

Pude salir a la calle y no romperme la crisma gracias a la sal depositada por los operarios

Viviendo en un país al que se le supone -no sé si con razón hoy día- muy buen tiempo, la nieve se produce, no siempre anualmente, como un espectáculo en temporada baja, y su caída copiosa nos hace niños, pues no hay infancia feliz sin la imagen de un hombre gordo de nieve prensada con un gorrito, una bufanda y un palito en la boca a modo de cigarro. Mi amiga la novelista y poeta Menchu Gutiérrez, que es perita en nieves, así como suena, escribió hace un año, en el texto de una conferencia pronunciada en la Fundación Botín de Santander, que "la nieve pone a dormir una parte de nosotros y despierta otra". Menchu, que es de Madrid, vive ahora en el norte y en el campo, yo creo que para tener más nevadas en potencia y poder tocarlas de cerca, sosteniendo ella la idea, que me parece muy convincente, de que la nieve sepulta el estado de vigilia, nos adormece, y así, encima del suelo nevado, "caminamos por el territorio del sueño".

Más prosaico yo, vuelvo al operario municipal que me emocionó en las primeras horas del lunes. Fue uno de esos momentos en los que el hartazgo de la gran ciudad, que en Madrid se hace cada día mayor por culpa de las alcaldadas frecuentes (aquí reaparece en el artículo el dogmático anti-Gallardón que todo madrileño sensato lleva dentro), abre una tregua y te lleva incluso a ponerte ingenuo y sentimental. Yo estaba en mi casa bien abrigado con unas zapatillas Camper (¿está permitido por el Libro de estilo de nuestro periódico hablar bien de las marcas?) que más que calentar calefactan los pies, una de las mejores compras de mi vida, y adecuadamente vestido en el resto del cuerpo, hasta el cuello (sin orejeras ni gorro de lana), leyendo el fascinante y bellísimamente editado libro-catálogo de la exposición sobre Edward Gordon Craig abierta, hasta este domingo, en La Casa Encendida, cuando el silencio del exterior me llamó la atención por su anomalía (pues vivo en una zona de mucho tránsito rodado). Así que puse el libro en el brazo del sillón, me quité las gafas de leer y me asomé a la ventana. El espectáculo era de cuento de hadas, y tuve la sensación, viendo los árboles y los senderos blancos del cercano jardincito del palacio de La Trinidad, de revivir la leyenda que Menchu Gutiérrez evoca en su citada conferencia: la del califa Abderramán III, que le construyó a su favorita Azahara en las afueras de Córdoba la famosa Medina que lleva su nombre y era conocida como "la ciudad de la flor de azahar". Pero la favorita del harén, que procedía de Granada, echaba en falta en Medina Azahara la nieve de su añorada Sierra Nevada, cayendo a menudo en la melancolía. Así que el califa, dolorido de verla sufrir, hizo arrancar el bosque de cedros que había ante el palacio, plantando en su lugar un campo de almendros, que cada primavera, al florecer, le traerían a la muchacha la memoria de la nieve.

Acabó mi fantasía mora, los empleados de la limpieza trabajaban parsimoniosamente con sus mangas y sus palas, había dejado de nevar, yo estaba por irme a la cama, para ver si la delicia del sueño que se me auguraba en las palabras poéticas de mi amiga se cumplían, cuando de golpe un sonido estridente primero me exaltó y luego me asustó. Una moto. ¿Una moto a estas horas? Una moto de gran cilindrada desafiando el hielo y avanzando, seguramente en dirección a Alcalá de Henares. Una moto, todo hay que decirlo, ruidosa como muchas lo son de modo inmisericorde. Y entonces, sólo entonces, quizá porque me había dejado llevar por la ensoñación nevosa y me había acostumbrado a esa desacostumbrada paz del silencio, volví a la realidad -que en Madrid suele tener una banda sonora de alta potencia constante- y vi la nieve en su dimensión de bendita apaciguadora de la ciudad. A la mañana siguiente pude salir a la calle y no romperme la crisma gracias a esa sal depositada por los operarios del municipio bueno (pues, como los colesteroles, hay municipios buenos y municipios malos), pero como ya no nevaba ni llovía (nuestro nuevo clima global cambiante y sobresaltado) la ciudad recobraba su música diurna. Su estruendo. Y me acordé de la poética oración de René Char sobre la quemadura del ruido: "Alabada sea la nieve, que logra calmar su escozor".

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