Nevada
La nevada de estos días pasados me dejó pensativo. Vinculo la nieve con el silencio y la quietud. Tal vez en esa volandera levedad blanca anide una fractura del tiempo y sea esa visita impalpable de lo inactual la que me deje entre caviloso y perplejo. La nieve nos abre al tiempo de la infancia. Vemos cómo disfrutan con ella los niños y al menos por un momento nos gustaría ser como ellos. Quizá al verlos evoquemos momentos similares de nuestra propia infancia. No es mi caso. Soy de costa, y en la costa es raro que nieve o que la nieve cuaje. No tengo recuerdos de nieve de mi niñez; acaso, si cabe, de la expectación porque pudiera nevar, cuando se vislumbraban a lo lejos las cumbres blancas del Izarraitz o del Ernio. Entre los copos no es mi infancia la que revolotea feliz.
Fue más tarde, hace algo más de una veintena de años y por estas mismas fechas, cuando la nieve me deparó una experiencia inolvidable. Se congeló el presente en un tiempo imposible. San Sebastián se convirtió en un espacio natural en el que la realidad urbana adquiría un aspecto fantasma. Recuerdo el ruido de carraca de los pocos coches que se atrevían a circular por las calles, cuajadas de nieve imprevista. Aquel ruido pausado de cadenas, aquel traqueteo, los convertía en otra cosa, tampoco en viejos carros de antaño, sino en algo así como el sofoco del presente, su reverso inútil, una broma cargada de la belleza de una época inverosímil.
Naturalmente, es eso lo que tratan de impedir las autoridades del nivel que sea cuando la nieve amenaza, de modo que será difícil que vuelva a disfrutar de aquel colapso absoluto. Pero lo espero, sueño con él cada vez que veo cómo caen los copos. En esa fractura del tiempo hay algún tipo de revelación de lo imposible, no de la bella ciudad del futuro, ecológica y amable, sino de una realidad inasible, una emoción. Y vaya, esta vez mi emoción se vio frustrada de nuevo. Y mi pensamiento en espera tuvo que ceder ante una evidencia que no parecía dispuesta a darle gusto. Era ya medianoche cuando vi que nevaba y salí al balcón. Había un tráfico normal de fin de semana a esas horas y me pregunté qué era lo que impulsaba a esos señores a coger el coche en esas condiciones y a esas horas en lugar de quedarse en casa. Sin ellos, el milagro se hubiera producido, pero el carbono y la sal impedían que la nieve triunfara, como sólo aquella vez, entre viejos animales renqueantes.
Cuando en las noches de verano el tráfico nocturno bajo mi balcón es apenas inferior al diurno, también me suelo hacer esa pregunta: ¿adónde va esa gente? Pueden ser las cinco de la mañana, y no espero que nieve ni ningún otro tipo de milagro, pero me resulta cansino imaginármelos de pueblo en pueblo, hastiados, alterando la quietud y el silencio, quizá por el simple placer de usar el carro. Como a nómadas de un placer insatisfecho, sólo les puedo desear, con perdón, la copiosa irrupción de una nevada. Y es que el sexo calma una barbaridad.
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