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Columna
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Reinvención de Turquía

Si a los Estados les otorgaran premios revelación del año, Turquía merecería el galardón al país que mejor se reinventa, y por tercera vez, en poco más de un siglo. La primera reencarnación se produjo con la revuelta de los Jóvenes Turcos en 1908, que fue un intento de crear un vínculo constitucional entre el ciudadano y un Estado multiétnico, aunque sus dirigentes fueran turcos, y plurirreligioso, aunque el islam fuese hegemónico. De ese fracaso nació una segunda reencarnación sobre un territorio reducido al Asia Menor y población mayoritariamente turca. Su creador, Mustafá Kemal, fraguó en los años veinte una formidable transformación del califato en república laica, y de país asiático en occidental por atavío, moda europea y lengua, el alfabeto latino. Tras la muerte del fundador en 1938, el sistema democrático fue ganando terreno, aunque con una poderosa nota al pie: la formación de un establecimiento kemalista, sobre todo militar, que a través de un Consejo de Seguridad Nacional, ejercía una pesada tutela sobre el Gobierno, se decía que para impedir que el islam volviera a levantar cabeza.

Ankara tiende la mano a un mundo islámico con el que planea convertirse en el mejor conducto de gas de Asia a Europa

La tercera y última, Turquía nació con la victoria del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) en las elecciones de 2002, cuyo líder es el primer ministro Recep Tayyip Erdogan. El AKP es un partido de filiación islámica, que ha legalizado el uso del velo en la universidad -con el que se tocan la esposa de Erdogan y la de su lugarteniente, Abdulá Gül, elevado a la presidencia- y que si, en su versión light sería la democracia cristiana de Alá, sus enemigos juran, por el contrario, que oculta una agenda islamizante; tanto, que reina una auténtica guerra fría entre el establecimiento kemalista y el Gobierno. Pero ese poder es también el que ha emprendido reformas, como dar la voz al pueblo kurdo, prohibir la tortura en las cárceles y, en general, acercar el país a la UE, en la que ha pedido el ingreso.

Turquía desarrolla hoy una política de buena vecindad que llega hasta Asia central -donde florecen culturas de origen turco- en nombre del llamado panturanismo, cuyo arquitecto es el ministro de Exteriores y confidente de Erdogan, Ahmed Davotoglu. Paralelamente, sufren un grave constipado las que fueron excelentes relaciones con Israel, especialmente a raíz de un durísimo enfrentamiento del primer ministro en enero de 2009 en Davos con el presidente de Israel, Simon Peres, al que acusó de "terrorismo de Estado" por la entonces recentísima invasión de Gaza. El incidente llevó a la ruptura o congelación de relaciones militares entre los dos países, como prueba que no se invitara a Jerusalén a las maniobras de la fuerza aérea turca, Águila de Anatolia, en octubre. Erdogan se sintió engañado por el Estado sionista, que le había alentado a mediar con Siria, sin advertirle de que preparaba la operación contra Gaza, por lo que hizo un papelón ante Damasco. Y Turquía ha obrado a seguimiento de todo ello ofreciendo a Irak y Siria una parte mayor en el caudal de agua del Éufrates; espera incrementar su comercio con Bagdad de 4.500 millones de euros en 2008 a 14.000 millones este año; y el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad visitó Estambul en noviembre, lo que el líder turco aprovechó para criticar a Israel por dotarse de arsenal atómico, mientras trata de impedir que Irán desarrolle una industria nuclear. Y ello representa un giro radical en la política exterior turca, porque parecía un axioma que Ankara hiciera buenas migas con Jerusalén contra su común adversario, los países árabes que estuvieron bajo dominación otomana y nacieron de la implosión imperial en la Gran Guerra. Turquía tiende hoy, en cambio, la mano a un mundo islámico con el que planea convertirse en el mejor conducto del crudo y gas de Asia central a Europa, lo que es una versión turca de la Alianza de Civilizaciones.

Y esta última reencarnación no tiene por qué verse como respuesta incomodada a la oposición de Francia y Alemania -al contrario que España- al ingreso turco, sino una política de doble uso que busca una nueva identidad exterior tan buena como la que pudiera darle la UE, mientras construye irreprochables argumentos para que Europa necesite más que nunca la conexión con Asia central, en puertas de Afganistán y Pakistán. Una Turquía que no temiera el resurgir islamista, sin dejar por ello de ser islámica, sería el mejor modelo democrático para un mundo musulmán que no anda sobrado de éxitos en ese terreno.

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