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Columna
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El aplauso

¿Cuántas veces hemos aplaudido sin enterarnos muy bien de qué iba aquello? Jalear, institucionalmente hablando, lo que se debe jalear, es una de las servidumbres características en toda vida profesional de cierta envergadura, siempre sometida a la floreciente industria de la entrega de premios y la organización de aniversarios, homenajes y congresos. Nos hemos resignado a que, tras la jornada de trabajo, haya que reajustarse el nudo de la corbata y acudir a la performance del día. Aquí y allá se otorgan galardones, se reparten diplomas, se presentan libros, se dictan conferencias, se montan cócteles solidarios, cenas caritativas o meriendas a un precio justo. Aquí y allá se inauguran exposiciones de pintura, se celebran recitales de opereta, se desarrollan conciertos de música de cámara. En fin, entre arte y academia, entre banca y gastronomía, entre lecturas poéticas y sinceros diálogos Norte-Sur, entre estrellas del cine o del deporte o la cultura, la semana se transforma en una diabólica sucesión de concentraciones lúdico-institucionales, a eso de las siete o de las siete y media de la tarde. Son esos actos que concluían en otro tiempo con una copa y un canapé, y que ahora, debido a la crisis, concluyen con una copa.

Y esas concentraciones nocturnas, sea cual sea su motivo principal, siempre se coronan con el aplauso. El conductor del acto exige nuestra participación en el asunto a través de una ovación. Despierta en nosotros el impulso irreprimible de cumplir la orden apenas vemos que asciende por fin a la tarima un muchacho o una anciana, un artista o un abogado, un jesuita salvadoreño o una miss de la Margen Izquierda, cada uno con su estilo particular, dispuesto a recibir su estatuilla, su diploma o su diadema. Entonces el público aplaude como suele, como solemos: con escasa concentración mental pero intensa aplicación acústica. Sí, aplaudimos a la fuerza, pero no con menos ídem, a pesar de que a menudo no somos muy conscientes de lo que está pasando allá al fondo, donde los focos. Y quizás no lo somos porque acabamos de atender una llamada o porque acabamos de regresar del excusado. El aplauso es una marea que arranca cuando lo exige la escenografía del acto. ¿Cuántas veces hemos aplaudido como autómatas? ¿Cuántas veces hemos aplaudido distraídos, o ausentes, o francamente molestos, buscando ya con la mirada la puerta de salida? ¿Cuántas veces, si aplaudimos, no tenemos conciencia clara de por qué?

Pero seguro que no contamos con verdaderas razones para criticar esta mecánica festivo-gubernativa, ¿verdad? Porque no sólo hemos sido obedientes ejecutores de tales ovaciones: también hubo alguna vez en que nos tocó subir al estrado, y entonces sonó una ovación sinfónica, y pensamos, ingenuamente, que por fin se nos hacía justicia, y que el universo entero se había detenido a contemplarnos.

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