Cataluña, ¿nación antitaurina?
El mundo nos mira perplejo. Quienes gracias a los Juegos Olímpicos situaron Barcelona en el mapa, y con ella a Cataluña, deben andar últimamente algo desconcertados. El lifting de dimensiones planetarias que fue Barcelona 92 dejó en la retina de muchos la imagen de una ciudad moderna, pujante capital de un país próspero, abierto al mundo y, al tiempo, orgulloso de su cultura y de su lengua. Pero en los últimos meses los flashes que venimos proyectando más allá de nuestras fronteras inducen a confusión. Barcelona, epicentro del sexo barato a pie de calle; la catalana, una justicia tan indulgente que permite que los próceres de la cultura saqueen las instituciones sin pisar por ello la cárcel; nuestra clase política, tan transversal que sus corruptos, aparcando las ideologías, se conjuran entre sí para lucrarse a cuenta del erario público; nuestros héroes de la independencia, valientes que el domingo celebran consultas soberanistas de costellada y el lunes discuten quién paga la cuenta... Y, para rematar la faena, el Parlament ha añadido ahora un nuevo título a este errático palmarés: Cataluña, punta de lanza del movimiento antitaurino.
Es legítimo abolir las corridas, pero tolerar a la vez los 'correbous' huele a nacionalismo étnico, lo más lesivo para la convivencia
Jamás aparecerá bajo esta rúbrica la más leve defensa de un espectáculo que resulta a todas luces deleznable. Ajeno a tan ancestral tradición e inmune a su supuesta plasticidad, el llamado arte del toreo se me hace más estomagante, por su encarnizamiento, que la matanza del cerdo, dicho sea esto con el mayor de los respetos por quienes gozan con la muerte a cámara lenta del cuadrúpedo y con los muletazos del refulgente diestro. Pese a ello, comprendo también a cuantos recelan de este afán prohibicionista tan en boga, aunque entre ellos abunden -sobre todo en las filas socialistas- quienes se muestran tolerantes ante el martirio del toro de lidia pero hostigan de forma inmisericorde al fumador, otra especie en extinción.
Más censurable que la eventual abolición de las corridas de toros se antoja el modo en que ésta inició el viernes su singladura parlamentaria. Para empezar, la fórmula de la votación secreta, aplicada por expreso deseo de los socialistas, adolece de un oscurantismo incompatible con las reglas de la democracia representativa. Justo cuando los partidos, atenazados por los escándalos de corrupción, se comprometen a combatir la desafección social respecto de la política aproximando a representantes y representados, el Parlament apaga la luz para que los electores no sepan quién ha votado qué. Opacidad complementada con la decisión de CiU y el PSC de conceder una inusual libertad de voto a sus diputados, como si el futuro de la lidia fuera una cuestión de conciencia o de convicciones religiosas. Que nadie se engañe: resulta inverosímil que cunda el ejemplo y que en adelante los parlamentarios puedan votar a su libre albedrío. En las cosas de comer los partidos atan corto a sus huestes, aunque esta vez no lo hayan hecho en las de matar.
Pero el dato más delator del debate del Parlament fue la insistencia con la que los portavoces nacionalistas desmintieron que bajo su corazón sinceramente antitaurino latieran pulsiones identitarias. Apostados tras el burladero de la corrección política, aquellos que hasta para lo más nimio esgrimen la defensa de la lengua, cultura y tradición catalanas sostuvieron el viernes, sin el menor recato, que su apuesta por desterrar de Cataluña la llamada fiesta nacional (española, por supuesto) nada tiene que ver con su ideario nacionalista. Eso sí, como los promotores de la iniciativa legislativa popular, todos garantizaron la pervivencia de los muy nostrats correbous, bous embolats, ensogats y demás espectáculos taurinos arraigados en las tierras del Ebro, donde el ensañamiento con el toro no desmerece el que se ejerce en las plazas tradicionales. Quien tenga dudas (y agallas) puede comprobarlo fácilmente en Internet.
Es legítimo sospechar que bajo el noble empeño de proteger al astado subyace el deseo de empitonar a esa España unitarista que en el albero del Constitucional aspira a afeitar los atributos nacionales de Cataluña. Amén de que ese espíritu vengativo chirría en culturas tan entreveradas como la nuestra, definir la nación catalana mediante la negación de lo ajeno invoca un nacionalismo étnico tremendamente dañino para la convivencia.
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