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Columna
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¿Quiénes son los ultras?

Ha pasado el tiempo. El tiempo en el fútbol es apenas unos minutos. El tiempo en el deporte es apenas un instante. A un golpe de ballesta que mata a un niño (ocurrió en Sarria) le sigue un ace monumental de Nadal. Nada es, todo fluye, frase magnífica de Heráclito, que dicho en el argot inteligente y socarrón de Julio Caro Baroja significa que un diario "es un albondigón donde caben sucesos luctuosos, bodas, martirios, etc., etc., etc."

Ha pasado el tiempo, es decir, una semana y un poco más y casi se nos ha olvidado el caso vienés, la invasión del terreno de juego en el partido del Athletic frente al Austria, que siendo malo pudo haber sido un poco peor o un muchísimo peor. Luego llegaron otros goles, celebraciones, lamentos y el albondigón del fútbol siguió alimentándose de aceite y magro. ¿Y de los ultras qué? No nos engañemos, con el tema de los ultras, todo el mundo mira hacia otro lado, porque nadie los quiere en su jardín político.

Les cuento una anécdota, para mí significativa. En un partido en Grecia de un equipo vasco, da igual de qué deporte, coincidí con unos jovencitos ultras del equipo vasco. Eran cuatro, es decir, una célula, una ameba en la volcánica Grecia. Les colocaron en un lugar privilegiado de la cancha, en la primera tribuna tras los banquillos. No era su hábitat, acostumbrados a los fondos donde se ve mal el partido, pero ¡qué mas da! De pronto, se montó la trifulca en la cancha. Volaron sillas, se armó el jaleo con el que seguramente ellos habían soñado. Pero eran cuatro y recularon, se subieron a la zona noble huyendo de sillazos y policías. Lógico. Por la noche, tras el partido, coincidimos en la turística plaza del Sintagma ateniense. Su problema no era que el partido resultase finalmente anulado privando a su equipo de una victoria legal, ni de que hubiera que repetirlo tres días después, sino que en las imágenes de la televisión alguien les hubiese visto recular amedrentados hacia posiciones más seguras. Esa era su lacra. Para los ultras el fútbol es una excusa, es como el recipiente de la pólvora. La mecha la encienden ellos cuando pueden, no cuando quieren, aunque muchas veces les animan directivos ultras o incapaces o populistas o presos de sus votos o miedosos o ingenuos o sencillamente imbéciles. O jugadores acojonados cuando no partícipes o confundidos o desalmados. Y a veces les protegen autoridades incapaces como las de Viena que no se informan, que no actúan, que piensan que la policía está en los estadios para tomarse un café mientras los peloteros pelotean, aunque media docena de vigilantes se jueguen el mentón con esa tropa. El fútbol no ha entendido que ha sido elegido como campo de batalla de la ultraderecha. Y la política no ha entendido que la ultraderecha no es un problema, sino un peligro.

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