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Columna
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La nación irreal

Ya podemos desde Cataluña avisar de la llegada de los siete jinetes del Apocalipsis, que si los magistrados del Tribunal Constitucional deciden cargarse el término nación del preámbulo y la obligatoriedad de conocer el catalán, la sentencia sobre el Estatuto va a tener un amplio respaldo de la opinión pública española, tal como reflejaba la encuesta de Metroscopia que publicaba el domingo este diario. El 79% de los españoles afirman que Cataluña no es "realmente" una nación (así se formulaba la pregunta de marras, para dejar claro que los catalanes viven en un mundo irreal donde existen naciones con embajadas de mentirijillas pero sin asiento en la ONU, que es lo que cuenta) y una ligera mayoría apuesta por eliminar la distinción entre nacionalidades y regiones en la Constitución. Y si me pongo en su lugar, no tengo más remedio que entenderles. Si bien es verdad que la Carta Magna dejaba abierto el tema territorial con su ambigua redacción, el desarrollo posterior del llamado Estado autonómico no ha hecho más que intentar cerrarlo llevándolo al campo estrictamente administrativo. Hoy en día no existe una diferenciación jurídica real entre nacionalidades y regiones. La única distinción operativa es entre comunidades forales y el resto. Para que se entienda mejor: el voto de Cataluña en el Consejo de Política Fiscal y Financiera, que aprueba entre otras cosas la financiación autonómica, es equivalente al de Melilla.

España como Estado y los españoles como ciudadanos se sienten fuertes como para negar a los catalanes lo que han votado

Hay que subrayar que el montaje del café para todos no hubiera funcionado nunca sin el invento de la palabra comunidad para referirse a las nuevas unidades administrativas con su adjetivo autonómico como correlativo. El objetivo era que en el imaginario español todas ellas se confundieran, de manera que una creación de nuevo cuño, como el Madrid Distrito Federal, estuviera a la misma altura de un territorio como el catalán, que contó con uno de los primeros parlamentos medievales allá por el siglo XII. Esta operación de ingeniería sociopolítica ha funcionado a la perfección y hoy a los españoles leer en su Constitución las palabrejas región y, sobre todo, nacionalidad les suena arcaico, de otra época en la que eso que llamamos España estaba en discusión. Pero hoy ya no lo está. España es una nación (indisoluble) y el resto son comunidades autónomas, provincias y municipios. Que ahora los catalanes quieran aguar la fiesta metiendo de extranjis la palabra nación en el preámbulo de una ley les parece una broma, de muy mal gusto además.

El magistrado Manuel Aragón, nombrado por el Gobierno, defiende que las palabras no son inocentes y se opone a su inclusión en el preámbulo aunque sea con una fórmula tan aparentemente inocua como la de reseñar que el Parlamento de Cataluña ha definido a ídem como tal. Y otra vez tengo que decir que le entiendo. Él, como una mayoría de españoles, cree que ha llegado la hora de poner las cosas en su sitio, de suprimir cualquier referencia "nacional" que no sea la española y hacer realidad el principio enunciado también el domingo por Gregorio Peces-Barba de que "la única nación soberana es España".

Éste, y no otro, es el resultado del Estado autonómico diseñado a principios de los ochenta. El fortalecimiento del nacionalismo español y la desaparición de cualquier rastro de tolerancia con la especificidad catalana o vasca que existió durante la Transición. Llegados a este punto, España como Estado y los españoles como ciudadanos se sienten suficientemente fuertes como para negar a los catalanes lo que han pactado y votado. ¿Por qué tienen que transigir ahora? ¿Por qué tienen que aguantar formulaciones que ponen en cuestión su propia identidad nacional? No hay razón. Y por eso van a cargarse el Estatuto sin que les tiemble el pulso. Para recordar a los catalanes que la única nación "real" es España y que si ellos quieren vivir en un mundo de fantasía es su problema, pero que esas veleidades jamás van a tener cabida en un texto legal. Nunca.

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