Pasión agitada
Con la edad varía nuestro gusto por los coches, por los deportes, por las mujeres. Nuestra sensibilidad estética y nuestras predilecciones cambian condicionadas por las circunstancias vitales y por nuestro cuerpo envejeciendo. Lo lógico es que, con los años, prefiramos un Aston Martin a un Ferrari, jugar al pádel que al fútbol, las morenas a las rubias. Pero hay algo que de verdad delata el paso del tiempo, una clara señal de nuestro refinamiento a la vez que de nuestra decadencia física: lo que bebemos en los bares.
Antes de cumplir los 20 años el estómago es un tanque blindado capaz de soportar cualquier detonación alcohólica. Recuerdo que a esa edad, aún desacostumbrados a la amargura del alcohol, consumíamos brebajes endulzados con zumos y jarabes, mejunjes de colores con nombres provocativos como Semen de pitufo, Leche de pantera, Tócame los huevos u Orgasmo de monja. Estos combinados se servían en enormes vasos de plástico llamados irónicamente minis. Pedíamos uno (o unos cuantos) para compartir y todos los amigos sumergíamos nuestra pajita en el gigantesco macetero semitransparente para libar compulsivamente una combinación que no tardaría en postrarnos en las aceras, vomitando en los cajeros automáticos de Moncloa.
Resurge una bebida siempre preferida por las mujeres debido a su mansa graduación y a su belleza
Luego crecimos y adoptamos una bebida mucho más adulta, más masculina, más seria: el whisky. Una vez superado el escalofrío del primer trago de la primera copa de la noche, creíamos haber encontrado nuestra pareja ideal. Hasta que se acercaron los 30 y el estómago pasó de ser un tanque blindado a una cisterna de latón, un recipiente excesivamente sensible a los estragos del destilado escocés.
Entonces llegó el ron. Un licor sin la bravuconería del whisky, una opción más elegante, más sutil, más natural. Las resacas estomacales resultaban tolerables y la acidez menos incandescente. El ron era el hermano zen del whisky. Y con nuestro Brugal nos habíamos mantenido hasta hoy que, sin embargo, nos debemos a un nuevo amor. Sin premeditación hemos establecido una nueva relación alcohólica. Ahora bebemos cócteles.
En Madrid se ha desatado la fiebre del cóctel con síntomas claramente visibles desde hace dos años. En la capital ya hay más de 60 establecimientos que se dedican a agitar combinados para toda una generación de treintañeros que ya no buscan emborracharse cuando piden una copa (o no necesariamente), que por primera vez beben por placer, que no están ya dispuestos a tragar con falsificaciones. La semana pasada se celebró en el mítico Chicote un concurso de cócteles para conmemorar el centenario de la Gran Vía y la última edición de Madrid Fusión, contagiada por la moda del cóctel, también albergó un certamen de mixólogos.
El cóctel es parte de la tradición madrileña. Bares de la Gran Vía como Ideal Room, Pidoux y Cock Bar inauguraron en los años veinte una tendencia que prendió vivazmente de los cincuenta a los setenta, hasta que las cocteleras dejaron de moverse.
Pero hoy resurge una bebida siempre preferida por las mujeres debido a su mansa graduación y a su belleza. Aunque ahora son tanto chicos como chicas quienes buscan un trago de calidad, no importa si es caro porque no se consumirán muchos, acompañado de un ambiente más selecto que el garito pegajoso y ensordecedor que acogió cientos de noches de whiskys y rones.
Con la edad nos hacemos más selectivos, más exquisitos, más maniáticos, más intolerantes. Ni alcohol, ni música, ni amigos, ni mujeres de garrafón. Hoy cada vez más gente de 30 y 40 años escoge para sus noches los mejores ingredientes posibles. Las salidas son ya escasas; los niños, las esposas o simplemente la fatiga laboral reducen las ocasiones de esparcimiento fuera de casa convirtiéndolas en momentos preciados a degustar con el mimo y la delectación de un cóctel.
La experiencia no sólo nos ha enseñado lo indigesto de las poluciones y los orgasmos de colores, sino la fugacidad de la pasión por las bebidas. Hoy vivimos un idilio con el cóctel, pero probablemente no sigamos abrazándonos a una copa con una serpentina de naranja toda la vida. Imagino que algo nuevo nos aguarda tras el dry-martini, el cosmopolitan y el gin-tonic con rodaja de pepino. Pero mientras esperamos en este lounge bar a nuestro nuevo amor alcohólico, que nos sirvan otro pisco sour.
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