La cueva del arquitecto genial
Fernando Higueras excavó un hogar-estudio en el jardín de su casa familiar
En una fiesta, el dramaturgo Paco Nieva le estaba echando las cartas a su amigo el arquitecto Fernando Higueras. No dejaba de salir la muerte. Una y otra vez. "Está claro que éste me ve bajo tierra y con un ciprés encima", dijo Higueras. Así que el arquitecto se enterró en vida, construyendo una casa subterránea en la que durante tres décadas engañó a la parca. La anécdota la cuenta Lola Botia, colaboradora y compañera del arquitecto hasta su muerte en 2008 a los 77 años. Lo hace en la cueva, que, a pesar del nombre, es un espacio diáfano, luminoso y mágico. "Aquí no sabes dónde estás, podría ser Madrid o Ibiza", dice sobre la hamaca que preside el salón. La luz cenital inunda el cubo de nueve por nueve metros dividido en dos alturas. Desde el exterior, el único rastro de que existe son cuatro claraboyas en el jardín de la que fue la casa familiar de Higueras, un chalé en el que vivieron su ex mujer y sus hijos.
Para ser el hogar de un arquitecto genial lo primero que sorprende de la cueva es que está escondida. Más discreta imposible. Enterrada a siete metros a pico y pala -las máquinas no entraban en el jardín-. El arquitecto la llamaba su primer "rascainfiernos", lo contrario de un rascacielos. Le gustaban los juegos de palabras, las Bellas Artes eran las Birrias Artes, y cuando en su caótico discurso divagaba le echaba la culpa a un supuesto alféizar, por alzhéimer. Las palabras no sirven para tanto, mucho antes de que se inventase la etiqueta "sostenible", en la cueva no hizo falta instalar aire acondicionado ni calefacción. Hay unos eternos 21 grados. "Se duerme con edredón todo el año y hay cero ruidos", dice Lola.
Allí recibía Higueras con pinta de viejo marino, barbudo y tremendo. Era su lugar de aislamiento, pero también de juergas (presumía de haber rodado más de 2.000 pelis porno). En las paredes no hay un hueco. Novelas de suelo a techo, cuadros de Antonio López, bocetos de Chillida... Recuerdos de sus amigos, Gloria Fuertes, César Manrique, Saura o Soledad Lorenzo. Para muchos hizo casas, "ningún proyecto se le quedaba pequeño", recuerda Lola. Núria Espert dijo que en la suya es donde fue más feliz. También le hizo una a Andrés Segovia, que lo quiso becar como guitarrista. Fue un premiado acuarelista, fotógrafo y escultor, pero el genio eligió la arquitectura.
Las paredes son además un museo autobiográfico, plagadas de fotos y planos de sus grandes obras. El hotel Las Salinas o el plan para la Playa Blanca de Lanzarote (que nunca se hizo, pero se exhibe en el MOMA de Nueva York), en los que creó soluciones llenas de amor por el paisaje -lo que pudo haber sido la arquitectura turística-.
También están sus hitos madrileños, el edificio de viviendas de San Bernardo con sus terrazas de enredaderas y un garaje en el que entra la luz del aire, y el Centro de Restauraciones, más conocido como "la corona de espinas" de la Ciudad Universitaria. Su planta tiene la belleza compleja y perfecta de un diente de león. "La asignatura que falta en la escuela es el cuento", decía Higueras, "el talento en la arquitectura es el 20%, el 80% restante es saberse vender, hablar con petulancia, de forma que la gente apenas te entienda y piense que eres muy interesante. Yo tengo un 21% de talento y un -3% de saber venderme". Decía lo que le venía en gana. Sus críticas eran fulminantes. Las más divertidas contra Le Corbusier: "A pesar de lo mal arquitecto que era, ha sido el primer propagandista de la historia del arte moderno, porque de cada obra que hacía publicaba cinco libritos; la única persona con un talento semejante para venderse mejor es Julio Iglesias".
El "más es menos" de Mies van der Rohe era una chorrada, y el Centro Pompidou venía de pompis, culito y, dou, dulce. Pagó caro su rebeldía, pero no era un llorica: "No tengo encargos ni clientes, no me conoce nadie", dijo en una entrevista. "Soy consciente que mi enemigo más duro he sido yo. La vida que tengo y decir lo que digo tiene un precio. Pero soy millonario en tiempo". A pesar de los excesos, el golfo divino nunca se comió al arquitecto. En sus soluciones siempre hay orden y belleza, siempre está presente la naturaleza y la vida. Incluso la cueva, que no se ve siquiera, tiene la mejor virtud de la buena arquitectura: invita a quedarse.
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