Pobres
Hay muchas familias que han decidido poner una doble cerradura en la puerta, gente de pueblo normal y corriente que no hace mucho tiempo ni siquiera pasaba la llave de casa cuando se acostaba, porque entonces los pleitos vecinales se resolvían en la calle y se suponía que sólo había que vigilar a los forasteros, personas mayormente de paso, más que nada por una cuestión de desconfianza. Había una única llave y se guardaba en un escondite que conocían también los de la casa de enfrente y los de la de al lado por si era menester. A medida que las puertas se han empequeñecido, sin embargo, se han agrandado curiosamente las cerraduras, y también las alarmas, porque sin ser una solución, transmiten seguridad. Una cosa es que te roben y otra no hacer lo posible por evitarlo en tiempos en que se imponen los remedios particulares.
No se trata de dar voz a los alcaldes de no hace muchos años, que se quejan de que ahora ya no queda ni siquiera el consuelo de la pareja de la Guardia Civil del puesto más cercano, que al menos te acompañaba en el sentimiento cuando algo te pasaba, y a cambio se impone el cuestionario de los Mossos, tan interesados por el hurto como poco conocedores generalmente de la zona y de la familia. La cuestión es cómo poder afrontar la oleada de robos que se repite en las poblaciones grandes y pequeñas. La gente se siente cada vez más frágil porque hoy día se roba de todo. Los hay que arramblan los retrovisores de los coches para mercadear con determinados talleres. También se cuentan los gamberros por definición que desvalijan lo ajeno y lo propio. Y cada vez son más aquellos que entran en las tiendas y en las casas para comercializar con el tabaco o los jamones o simplemente para vaciar el congelador.
Los ancianos sostienen que algunos de los saqueos delatan la vuelta del hambre al tiempo que ha desaparecido la figura del pobre. Antes, los pobres eran de sobra conocidos porque se daban cita de vez en cuando, sobre todo en los pueblos. Todas sus pertenencias cabían en un saco y percibían ayuda sin necesidad de pedirla, simplemente como manutención, de manera que cada año eran un poco más viejos e igual de pobres. Hoy, en cambio, es difícil reconocer la pobreza. Acabo de tropezarme con un señor bien vestido, bien peinado, bien aparentado, que me ha reclamado desde el banco en el que se sentaba, y yo he acudido servicial, para interesarme por su problema. "¡Oiga!", me ha chillado, "¡Deme un par de euros que quiero comer!". Me he quedado de piedra antes de mandarle a paseo. Acostumbrado a soltar un euro de vez en cuando a quien pone la mano, me pareció que me atracaban. A falta de identificación se impone el blindaje o la doble cerradura. No todos los que piden son pobres ni todos los que roban son ladrones.
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