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Columna
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La ciudad y la vida

La dificultad proverbial de los socialistas para encontrar candidatos a la alcaldía de Madrid suele dar lugar a rumores de todo tipo; uno de ellos fue en el pasado, que la valenciana Carmen Alborch podría ser la candidata del PSM a regidora de esta villa. Los rumores ciudadanos encierran a veces mejores ideas que las de los partidos políticos y Madrid tiene por costumbre identitaria no observar de qué localidad provienen sus gobernantes. Pero Carmen Alborch terminó siendo candidata a la alcaldía de su ciudad natal con menos éxito del que, probablemente, hubiera obtenido aquí. Sin embargo, los rumores también encierran malicia con frecuencia y no faltaron quienes aseguraran que la ex ministra de Cultura, tenida entre la gente del gremio por una especie de ministra honoraria o perpetua, tomaba por sacrificio su candidatura valenciana y cualquier traslado de su casa madrileña se le hacía cuesta arriba. No estaban en lo cierto porque a Carmen Alborch le pasa seguramente lo que a muchos otros habitantes de Madrid: que el amor a esta ciudad les resulta muy compatible con la querencia de su tierra de origen o con cualquier otra querencia.

Sería inimaginable la idea de someter a alguien a un examen de madrileñismo

Una de las características de esta ciudad nuestra es que no exige fidelidades y amores exclusivos. Ahora mismo, en el remoloneo tramposo del Partido Popular para obstaculizar la elección de Leire Pajín como senadora de su comunidad autónoma, no se les ocurrió a los populares valencianos una extravagancia más pintoresca y cómica que tratar de examinar de valencianía a la candidata al Senado. Bien es verdad que tamaña estupidez es lo que es en cualquier parte, pero en Madrid sería totalmente inimaginable la idea de someter a alguien a un examen de madrileñismo. Así que de haberse producido su candidatura a la alcaldía de Madrid no hubiera corrido Carmen Alborch el riesgo de semejante prueba. Pero si a los populares valencianos se les ocurriera someterla al repaso que pretendían con Pajín bastaría con que exhibiera su libro, La ciudad y la vida, que acaba de editar RBA, y que constituye, no una prueba de amor ciego, sino de amor lúcido, por Valencia. Es una de esas pruebas de amor que necesitaría Madrid si Madrid no estuviera acostumbrado a ser España para lo bueno y sólo Madrid como referencia de lo malo.

En todo caso, cuando abordé la lectura del libro de Carmen Alborch busqué Madrid en sus páginas. Y lo encontré. No en vano en este territorio fue feliz en su vida y en su trabajo tenaz una buena cultivadora de la amistad como ella. Pero, sobre todo, encontré Madrid en el libro por lo que en él se dice de la ciudad en general. O por lo que Alborch dice sobre su ciudad en aspectos generales como paisaje de la vida -paisaje que se ha ido, paisaje que se construye- o en aspectos concretos como su propia arquitectura, que trascienden su ciudad para tener en otras, como Madrid, su propia lectura. La autora, que se considera cosmopolita en el prólogo, "porque el mundo es nuestro lugar", y reivindica luego su mirada periférica, obtiene con una y otra condición una visión de la ciudad contemporánea y universal, desde un tiempo, el suyo, y desde el espacio próximo. Cita a Lerner: "La ciudad debe saber lo que quiere ser". Pero la ciudad es lo que somos y sabrá lo que le permitamos o nos permitamos saber.

La ciudad y la vida es un libro de memorias, aunque su autora diga que no, porque está articulado y sostenido por una experiencia personal muy bien narrada que describe con acierto una época. Y esa es su parte más atractiva, más llena de vida que de ciudad, o de una cosa por la otra, porque no hay ciudad sin vida. Son nuestras vidas las que mejor explican una ciudad y la de Carmen Alborch es una vida en la calle. Pero además es un libro político, por más que Alborch lo niegue, distanciándose de los convencionalismos de su ocupación actual, no sólo por lo dicho antes, que bastaría para justificar su sentido político, sino porque hay en él una voz reivindicativa que ofrece el mejor tono de la política en un tiempo en el que la simpleza y el lenguaje soez abundan en su patio. Es político incluso cuando expresa una visión del arte y la cultura y lo es más aún cuando defiende la convivencia de la tradición y la modernidad o cuando matiza la relación entre religión y costumbre. Es un libro político también, o especialmente, en su amplio apartado dedicado a la mujer o, si se quiere, a la ciudad de las mujeres. Y es el libro más literario de Carmen Alborch tanto por su lenguaje preciso como por la intensidad de la expresión de los sentimientos; por su fundamento literario, repleto de referencias, y por la sutileza y la penetración de su mirada.

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