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Columna
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Ante todo, mucha calma

Sería realmente remarcable que haciendo las cosas tan mal acabaran bien. Los partidos catalanes impulsaron el Estatuto sin calcular las consecuencias y tras un difícil parto de los montes nació un pacto que fue aprobado en el Parlament, las Cortes y en referéndum por los ciudadanos. Esa indiscutible legitimidad democrática que tiene el Estatuto está puesta en duda por el PP, que en Cataluña representa al 11% del electorado, utilizando el Tribunal Constitucional. No es discutible la legalidad del recurso, pero no puede pasar por alto el origen del embrollo actual que está en la estrategia de la defensa de la unidad patria que tan buenos resultados electorales le da a la derecha española cuando se pone estupenda. Es una estrategia no sólo defendida por el PP de inspiración aznarista, sino por una parte del PSOE con mala conciencia con sus devaneos federalizantes y que ahora expresa también UPyD con su líder dicharachera que inquieta a unos y otros. La misma líder que en su programa pretende solventar "el regionalismo de antaño" reformando la Constitución para que sean competencias exclusivas del Estado la "educación, la representación internacional, la sanidad, el medio ambiente, el urbanismo y los impuestos". La misma líder emergente que está a favor de modificar el artículo 2 para sustituir la referencia a las "nacionalidades y regiones" y laminar la cooficialidad de las lenguas.

La politiquería y la falta de sentido de Estado son el ingrediente clave de la encrucijada del Estatuto

La politiquería y la falta de sentido de Estado, expresadas también en la bronca del Alakrana y el caso Faisán, son el ingrediente clave de la encrucijada del Estatuto.

La política española sólo parece actuar con sensatez cuando la tragedia está reciente. La capacidad de consenso y acuerdo de la transición se ha evaporado en la democracia adulta y una naturaleza más sanguínea que reflexiva se impone.

En lo que Javier Cercas ha definido hábilmente como un pulso entre la democracia y la legalidad, el Tribunal Constitucional será el encargado de rediseñar la arquitectura de España por encima de la voluntad popular. El despropósito es mayor cuando el Tribunal tiene una credibilidad precaria. Respetar las instituciones no es acatar la sentencia, como reclaman el PSOE y el PP, sino ser capaces de renovar un tribunal en cuestión por la politiquería y las pequeñas mezquindades de corrillo parlamentario. Respetar las instituciones sería entender que la presidencia de la Generalitat imprime carácter y que la voluntad popular ha sido expresada claramente. Al Montilla pintado como peligroso secesionista por la prensa hispano-española le seguirá otro como él siguió a Maragall y la arquitectura de España quedará igualmente por solucionar porque no se trata del problema catalán sino del problema de España.

Ahora que parece que sus señorías están preocupadas por la reparación de los moriscos, podrían refrescar la memoria y recordar que en la Edad Media hubo cristianos "algarabiados" -que sabían árabe- y musulmanes "ladinos" -que sabían latín. Que un rey reconquistador fundó una universidad triple: árabe, hebrea y cristiana, que la reconquista fue la colonización permanente y su guerra santa, pero que los imperios no resisten a la democracia.

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Tras una sentencia adversa sería de agradecer, para evitarnos algún ridículo, una respuesta unitaria, meditada y factible en Cataluña. Que nadie espere una solución fácil, ni tan siquiera una solución. De hecho, si solucionáramos la arquitectura de España, ¿de qué hablaríamos? ¿De innovación, de competencia en idiomas extranjeros, de adecuación de la formación de los jóvenes a las necesidades del mercado?

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