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Columna
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La corrupción y las leyes

A cualquiera le resulta sencillo comprender la relación que existe entre el capital físico público y el desarrollo económico: mejores puertos, trenes o carreteras facilitan el intercambio y la presencia de los bienes que producimos en los mercados internos y exteriores.

Más sutil, y difícil de percibir, es la relación que existe entre el capital público "legal" y el bienestar económico. Y sin embargo contamos con una amplia evidencia empírica, como acaba de ratificar Transparencia Internacional en su reciente informe de 2009 que demuestra la existencia de una clara correlación positiva entre la presencia de instituciones y normas jurídicas estables que garantizan la transparencia de las transacciones económicas (tanto las privadas como las públicas), y los niveles de desarrollo económico, de crecimiento, y de bienestar.

La fórmula contra las corruptelas pasa por la ejemplaridad en la sanción penal y social

Son muchas las formas en las que el capital legal de una sociedad se puede deteriorar (o dejar de incrementarse). Los cambios imprevistos en las normas tributarias, como es bien sabido, reducen los niveles de inversión, pues merman los niveles de certidumbre que familias y empresas precisan cuando toman decisiones que generan resultados a largo plazo. Pero de todas ellas la corrupción es, probablemente, la peor de todas. En la España democrática hemos avanzado mucho en la mejora de nuestro capital legal para combatir la corrupción política. Atrás quedan, aunque no mucho (apenas una década), los tiempos en los que, en aplicación de la ley de contratos del Estado de 1965, el 81% de las obras públicas (más del 60% de la contratación pública) se adjudicaba directamente, y sólo el 12% por concurso y el 7% por subasta. La adaptación a la normativa comunitaria sobre contrataciones públicas está invirtiendo la proporción de adjudicaciones directas; lo que pone en evidencia, una vez más, que la pertenencia a la Unión Europea también genera importantes ventajas en el ámbito institucional.

Y sin embargo, la corrupción sigue entre nosotros: según informó estos días la Fiscalía General del Estado, 730 políticos, la mayoría del ámbito local, están actualmente sometidos a causas judiciales en España, de ellos 86 en Galicia. Una cifra llamativa, pero que sólo ronda el 1,5% del total de concejales españoles (66.000). Unos datos, además, que demuestran que la corrupción afecta proporcionalmente igual a todas las fuerzas políticas: en España, el PSOE con el 36,1% del total de los concejales encausados, tiene el 36,4% del total de concejales electos; bajo la marca del PP se eligieron al 27,3% de los concejales encausados, cuando son populares el 35,3% del total de concejales; y los 20 encausados que representan a CiU suponen el 4,1% del total acusado de corrupción, cuando la coalición nacionalista tiene el 5,13% del total de los concejales de España.

Algo parejo sucede en Galicia: la mitad de los acusados están vinculados al PP, que tiene el 47,3% de los concejales electos; algo más de la tercera parte están vinculados al PSdeG, que tiene algo menos de la tercera parte del total de los concejales gallegos; una relación de la que tampoco se libra el BNG que, más ayuno de responsabilidades de gobierno, exhibe un 10% del total de encausados, cuando cuenta con el 17% de los concejales gallegos.

La corrupción, en definitiva, afecta a todas las fuerzas políticas, de forma similar; pero sobre todo a la credibilidad y estabilidad del conjunto del sistema político democrático que nos hemos dado. Decía Churchill que el odio era en la política lo mismo que el ácido en la química. Entonces, aparentemente, la política era una dedicación más caballerosa, y la capacidad del gobierno de asignar y redistribuir recursos era mucho más pequeña. Probablemente hoy hubiera dicho que es la corrupción, y no el odio, lo que puede disolver a la sociedad democrática. Es necesario, pues, administrar dosis adicionales de antiácidos al conjunto del sistema. La fórmula de este particular Alka-Seltzer institucional es, además, bien conocida: transparencia en la gestión y en la rendición de cuentas; independencia de todos los órganos de control; y ejemplaridad en las sanciones, tanto las penales como las sociales.

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